Hacia una seria interpretación de la guerra de 1969

La Federación de Estudiantes Universitarios de Honduras envió un comando a Nacaome, el que desarrolla una magnífi ca labor a lado de las tropas Hondureñas.

Juan Ramón Martínez

Los hechos históricos no escapan al facilismo de los reduccionistas. O al malicioso encanto de los manipuladores. Y la guerra de julio de 1969, en la que Honduras respondió apurada y casi en forma desesperada ante la invasión salvadoreña, no escapa a este riesgo. Algunas las han simplificado  de tal manera que la han reducido a una inocente disputa futbolera. Otros a una acción natural del proceso expansionista salvadoreño. Y no pocos, incluso algunos intelectuales que habían vivido vendiendo intangibles en El Salvador algunos años antes, la han reducido a un simple ejercicio defensivo para cuidarle las vacas de las haciendas a Oswaldo López Arellano y de sus conmilitones, altos miembros de las Fuerzas Armadas de entonces.

Pero al final, los análisis sobre los actos guerreros, terminan por recobrar su prístina presencia y dejan de ser cuentos de la guerra, para transformarse en acciones políticas, confirmando que esta no es otra cosa más, que la política por otros medios. De allí que ahora, a 42 años de distancia de aquellos desafortunados incidentes, los  historiadores y los políticos empiezan a juzgarlos con mayor seriedad, con herramientas diferentes a las que se usan en la venta de los escándalos; y mostrando el trágico incidente confrontativo, antes de maldad y perversidad de una parte, como expresión de las difíciles relaciones entre los seres humanos, dentro de espacios territoriales definidos; o entre vecinos, con culturas similares; pero con evidente incompetencia para manejar sus desacuerdos de un clima de diálogo, sin caer en la tentación de la acción violenta.

Ahora, la guerra del 69 no se ve –especialmente desde Honduras– como el resultado de una sola causal, sino como efecto de un conjunto de circunstancias, de múltiple carácter que fueron desde lo económico, lo político, lo social e incluso hasta lo psicológico.  Y que el comportamiento asumido por los dos pueblos enfrentados –convenientemente manipulados por sistemas informativos al servicio delos respectivos gobiernos– tuvo las características correspondientes al que ataca, que busca justificarse, frente al que se defiende que, hace de cada trinchera retenida, una fortaleza para la forja de su identidad. Por ello es que, los estudiosos de la guerra de El Salvador todavía, siguen con dificultades para estudiar el fenómeno guerrero, en vista que para el país que ataca, el acontecimiento bélico requiere de una justificación –frecuentemente construida sobre mentiras repetidas– en la que la diferenciación de la verdad con la falsedad, resultan de mucha dificultad. En cambio, el país que se defiende y que además, triunfa en la tarea –caso de Honduras–, el estudio de los acontecimientos que desembocaron en el ataque general del 14 de julio de 1969, concluyen, tarde o temprano en el análisis exclusivo de la justicia o no del atacante, sino que en la fuerza moral y la capacidad operativa del país que se defiende. De allí que en un segundo paso, los historiadores y los analistas de los temas militares, en el caso de Honduras, están abocados a la reflexión no tanto sobre las motivaciones reales o inventadas, del gobierno de Fidel Hernández, sino que de la capacidad del gobierno hondureño para prever el ataque militar salvadoreño, la habilidad de sus dirigentes castrenses para montar por consiguiente un aparato defensivo con el cual frenar la embestida de los atacantes, el entrenamiento de tropas y oficiales para operar en los diferentes teatros de la guerra; y en fin, valorar la capacidad económica de sus agentes productivos que son la base real y efectiva para mantener un esfuerzo guerrero general por más de cinco días en forma continúa.

Para concluir, en un tercero y necesario análisis –muy poco estudiado en afecto, hasta ahora– sobre los efectos psicológicos que para los hondureños tuvo la guerra. Esta última tarea todavía está en pañales. Pero se han hecho algunas exploraciones que nos permiten concluir, provisionalmente por supuesto, que la guerra produjo un severo golpe a los conceptos rurales de la hermandad con los vecinos, a apreciar a las relaciones internacionales en forma dinámica, como un conjunto de encuentros y desencuentros; y que la existencia de un pueblo, se ve fortalecida en la medida en que la amenazan los vecinos. Por ello el estudio de la guerra del 69, nos ha dado trabajos de extraordinario valor –fuera de los propagandísticos que eran justificados y necesarios en los momentos inmediatamente posteriores de los acontecimientos que nos ocupan– como la obra pionera de César Elvir Sierra, que colocan las cosas en su justa perspectiva y que dejan a un lado las lágrimas, para ver la guerra como una confrontación de voluntades, en donde al final, el que se impone es aquel que tiene más conciencia de sí mismo, está orgulloso y seguro de lo que es; y que tiene más voluntad de sobrevivir. Luchando para vencer.

Los salvadoreños siguen atrapados en el estudio de sus justificaciones propagandísticas. Por ello, sus investigadores, fuertemente comprometidos emocionalmente con los hechos, no han podido someter a la guerra en contra de Honduras, como lo hemos nosotros, a las valoraciones  de las justificaciones esgrimidas, al análisis de la competencia de los mandos salvadoreños para desempeñarse en los teatros guerreros; y, mucho menos, a escudriñar los efectos que tuvo para la economía y para la estabilidad salvadoreña, una guerra que al plantearla como una acción exitosa en contra del vecino adversario, al no lograrla se transformó en una derrota vergonzosa. Con efectos desastrosos para la sicología profunda de los salvadoreños. Que los marcara inevitablemente, impidiéndoles manejar mejores relaciones con sus vecinos los hondureños que desde el triunfo de su aparato defensivo, siguen aparentemente, arrogantes viéndoles desdeñosos desde la distancia.

Nosotros los hondureños por nuestra parte, debemos enseñar la historia de la guerra del 69, en todos sus detalles, desde las casualidades hasta los efectos, en los colegios y en las universidades. No para estimular innecesarios espíritus guerreros, sino que para conocer cómo se produce una confrontación armada. Y cómo se puede evitar hasta donde el honor  lo permita, aprendiendo a entender cómo manejarse en una confrontación bélica en la que la guerra ya no es solo un asunto de los ejércitos que luchan en el campo de batalla, sino que de la confrontación de las voluntades, de dos o más pueblos, que pelean por su sobrevivencia y por la preservación de su identidad. Por supuesto, para hacerlo hay que evitar la tentación del nacionalismo irracional, el menosprecio al otro, el descuido del mantenernos informados sobre el desarrollo de sus fuerzas internas y el olvido del culto al respeto al derecho internacional y a una doctrina militar defensiva, más ordenada y científica que la que desafortunadamente exhibiera el gobierno de Osvaldo López Arellano en los duros días de la guerra de las cien horas.

Para ello, hay que frenar las discretas pero efectivas tendencias que vienen desde el exterior, proponiéndonos el desmonte del aparato militar defensivo por medio de la anulación de sus compromisos institucionales internos, por la politización de sus altos mandos  y por el establecimiento de obligaciones policiales para una institución que la hemos creado para que nos respeten, disuadiendo a los que, por las razones que sean, pretendan romperle la columna vertebral a las Fuerzas Armadas de Honduras, para después volvernos esclavos avergonzados llorando a los pies de los conquistadores. Frente a esta tendencia peligrosa para la existencia de Honduras, revertir las cosas, fortaleciendo la igualdad de poder de fuego de las Fuerzas Armadas de Honduras, con el de las demás naciones de la región. Y preservando desde luego la superioridad, aérea, con la cual en 1969 equilibramos las cosas. Y derrotamos a los salvadoreños en todos los frentes en que se dividió la invasión de El Salvador en contra de Honduras.

En fin tenemos que entender que la defensa de Honduras es una obligación de todos. Y que desde el taller, la fábrica y el campo, crearemos la fuerza económica con la cual garantizarla. Porque la guerra es además de lo dicho anteriormente, un esfuerzo económico de la ciudadanía que no quiere permitir que se destruya su identidad, desaparezca su nación y se pierda la patria bajo las botas de los invasores.

Tegucigalpa, julio 8, 2011.