Corrupción

Por Orlando Henríquez

orlando-henriquez1Todos los años, desde hace muchos en el calendario pasado, cuando se detienen las lluvias y comienza la sequía, en la ciudad capital se levanta la algarabía del pueblo clamando al gobierno por la falta de agua potable y clamando que en muchos de los barrios que conforman su cinturón de pobreza ya no llega ni una gota del líquido vital, pues los camiones tanques, a falta de instalación de tuberías, no encuentran de dónde sacar el producto a ser distribuido y pagado a precio de oro.

Por largos años la prensa en general ha dejado escuchar su voz en el reclamo, que se apaga tan pronto como vienen de nuevo las lluvias y llenan las represas de Concepción y Guacerique, satisfaciendo en mucho la necesidad creciente y por lo menos durante el período invernal, lo que da un lapso de silencio ante la necesidad perenne, por mientras se enflaquece la dádiva celestial guardada en el regazo de las nubes, dedicadas a humedecer las tierras citadinas, aflojarlas y provocar deslizamientos y hundimientos que producen quejidos y lágrimas ante el destrozo periódico.

La verdad es que ningún gobierno se ha preocupado por la necesidad que es perentoria desde hace ya muchos años pasados. Tímidamente y de cuando en vez han aparecido, en la zona a inundarse, contigua a la aldea de Mateo, algunos rótulos en los que se advierte que es prohibido construir en el área a ser inundada y muy poco después el anuncio descansa en el recuerdo de los difuntos o en el fogón de un necesitado.

Ninguna autoridad edilicia se ha preocupado en el asunto y los permisos para construir en la mencionada localidad no se escatiman, posiblemente dados mediante alguna gentileza oficial, sin molestarse en prever el futuro daño al Estado mismo, cuando haya necesidad de pagar las mejoras para inundar.

De hace unos dos o tres años para acá, se han levantado muchas casas de habitación en la zona. Verdaderas mansiones con valor superior a los dos o tres millones de lempiras cada una y, suponemos, con el correspondiente permiso de la alcaldía para construir y del SANAA para el sistema de servicio de aguas, sin importar el daño a provocar. Entonces, no tiene mucha importancia que los particulares nos esmeremos en señalar la necesidad urgente de construir la represa necesaria, como un pasaporte para que la ciudad no colapse y se encuentre modo de hacerla sobrevivir. Si la gente a quien corresponde velar por la salud y el bienestar de los citadinos clama por el sacrificio y se hace la disimulada cuando a ella corresponde y más bien es un clavo en la conciencia delictuosa, volviéndose cómplice en la acción prohibida pero bajo la mesa permitida, nada hacemos nosotros gastando palabrerío en el reclamo. Allá en Estocolmo los países poderosos del mundo aprobaron sumas estratosféricas para los países a más sufrir de hambre y calamidades por el cambio climático y quizá ellos verían con más conmiseración el peligro de la desaparición de una ciudad capital y destinarían, si lo pidiéramos, algo de esos fondos para construir o ayudar a construir la represa en mención y salvarnos de la tragedia. Con tal que los fondos no se empleen en el mismo destino que lo hizo el gobierno antepasado, para paliar la “pobreza” de los cercanos y necesitados.

Mientras tanto, nos hemos convertido en uno de los espacios dedicados al trasiego de drogas provenientes de Suramérica. Avionetas que se han señalado vienen desde Venezuela aterrizan en nuestro suelo, como punto intermedio para reexportar hacia los Estados Unidos de América. Se trata de muchos millones de dólares en droga para surtir los mercados estadounidenses, ansiosos en su consumo. En nuestro país, el trasiego reporta importantes ganancias pues los intermediarios prestan los aeropuertos, medios de transporte terrestre, material humano para faenar y posible colaboración de las autoridades hondureñas deseosas de ganar más allá de sus sueldos.

Existe un continuo caer de esos aparatos aéreos, que después de haber servido son destruidos por los contrabandistas mediante el fuego o hundiéndolos en las marismas o profundidades.

Pero el asunto no para allí, pues si así fuera, seríamos simples espectadores. Nuestra gente, los cómplices, reciben el pago de sus servicios en mercadería que lógicamente tiene que ser revendida para obtener magnífica ganancia. Y el mercado es casi siempre interno, lo que provoca la adición de muchos hondureños, inclinándonos hacia esa debilidad que mantiene de rodillas a millares de norteamericanos y alimenta las mafias gringas.

Pero… ¿Las drogas se mueven solas? ¿Pueden trabajar tan impunemente sin la ayuda de las autoridades, en especial militares y policiales, que nunca capturan culpables? Existe un grado de corrupción que debe sanearse. ¿O debemos cerrar los ojos y volvernos cómplices?