“Un exceso de desconsideración”

Por Dagoberto Espinoza Murra

DAGOBERTO-ESPINOZA-MURRA-70La última noche del pasado mes de febrero nos reunimos tres parejas en casa del doctor Américo Reyes y su esposa Marielos. El motivo: Conversar con  miembros de la “vieja guardia” del Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Ciencias Médicas de la UNAH. El doctor Alfredo León Padilla y el que escribe estas líneas comenzamos la labor docente en  la década del setenta y la finalizamos en el primer trimestre de 2014.

Los anfitriones nos atendieron de manera cordial, sirviéndonos, en el amplio balcón de su residencia sabrosos bocadillos y finos aperitivos. Desde ese sitio la vista de la ciudad iluminada semeja un bello nacimiento.

Todos hablamos de la historia de la Psiquiatría en Honduras. Ruth, la esposa de León, recordó cuando este, con gran entusiasmo se desempeñaba como jefe fundador de la División de Salud Mental de la Secretaría de Salud. Virginia, mi esposa, refirió su contento como viceministra de Salud al tomarse la decisión, por parte del doctor Carlos Roberto Reina (QEPD) de apoyar la creación del postgrado de Psiquiatría.

Américo hizo un recordatorio de los avances de nuestra especialidad en el país y su satisfacción por contarse con psiquiatras jóvenes en casi todos los departamentos. Como coordinador del postgrado dijo haber recibido elogios por el desempeño de los residentes, tanto en la atención de los enfermos como por los trabajos científicos publicados en revistas de mucho prestigio.

Dando respuesta a uno de los presentes, mi esposa se refirió al exilio que vivió su padre, doctor Ramón Rosa Figueroa (odontólogo), en el período presidencial del doctor Juan Manuel Gálvez. Todos fuimos de la opinión que el mandatario mencionado había sido conciliador, permitiendo el ingreso al país de los emigrados que abandonaron el terruño en el gobierno anterior. Sin demeritar esa acción -puntualizó Virginia- mi padre, formado en México cuando estaban frescas las reformas impulsadas por Lázaro Cárdenas y bajo la influencia del pensamiento de Lombardo Toledano, al retornar a Honduras participó junto con José Pineda Gómez y otros luchadores en la organización del Partido Democrático Revolucionario Hondureño(PDRH) y en varias ocasiones dirigió el periódico “Vanguardia Revolucionaria”. Por esas razones dijo, fue expulsado del país con rumbo a Guatemala en compañías del profesor Dionisio Ramos Bejarano, Nicolás Urbina y un  trabajador del ferrocarril de apellido Chirinos. Meses antes había corrido igual suerte el profesor Ventura Ramos.

Después de la cena, el doctor León Padilla nos contó la historia de una mujer que no se quería morir. “Hasta mediado del siglo pasado en Choluteca -comenzó el narrador- las casas de familias amigas se comunicaban por los solares. Genoveva (le decían la Veva), era señorita y a sus ochenta  años, aunque un poco sorda, no daba muestras de estar cansada de la vida. Cierto día amaneció  enferma y fue llevada al hospital donde le aplicaron sueros e inyecciones. Al regresar a la casa se propaló la noticia que la señorita estaba en peligro de muerte y los vecinos comenzaron a prepararse para recibir en cualquier momento el anuncio de su fallecimiento. La Veva había enmudecido y cuidar de ella se había vuelto un problema para sus familiares, quienes la criticaban por no haber querido tener hijos. Pasaron otros días y la enferma ni empeoraba ni mejoraba. Una vecina opinó que lo recomendable sería acostarla en un petate sobre el piso de barro, pues la tierra siempre llama a quien está próximo a morir. Pero la enferma muy temprano estaba pidiendo “atolito de maicena”, lo que causó gran sorpresa entre los presentes. Como la Veva volvió a enmudecer, llamaron al médico de la ciudad, quien dijo que a la enferma le quedaba poco tiempo de vida. Al escuchar estas palabras la mayor de sus sobrinas opinó que se debería llamar al cura. El sacerdote vistiendo la ropa acostumbrada para este sacramento le brindó la extrema unción a la moribunda. La vecina de la otra casa que había estado pendiente día a día de la enfermedad de su amiga, pensó que ya era tiempo de ponerse a hacer los nacatamales para el velatorio. El trabajo fue arduo y la masa le quedó de buen sabor, pues quería que los asistentes a los servicios fúnebres se llevaran la mejor impresión de la difunta. Pero la enferma, como movida por un resorte abrió los ojos de manera desmesurada y gritó: “¡Yo no me quiero morir!” la vecina, sudorosa por el trabajo en el fogón, exclamó: “Veva: esto es un exceso de  desconsideración con tus amigas”. Y comenzó a repartir los nacatamales”.