Un misterio para dos

Kalton Bruhl

La escena parecía sacada de una comedia ligera: un obeso sacerdote avanzado a grandes zancadas, mientras se recoge la sotana con ambas manos y mantiene un enorme paraguas bajo el brazo. Algunos metros atrás, el monaguillo, cargado de libros y papeles, se esfuerza por no quedar rezagado.

El crimen parecía implicar a cierto personaje allegado a la familia real, así que la sala del Tribunal estaba tan atestada como una lata de sardinas. Entraron cuando estaban por finalizar los interrogatorios de los testigos.

La noche anterior, y después de tres días de largas meditaciones, había logrado resolver el crimen. Ahora presentaría ante el jurado todas las pruebas que avalaban la certeza de su teoría. Casi podía imaginarse las miradas de asombro del juez y de los miembros del jurado. Sintió el agradable cosquilleo del orgullo y se prometió, que luego de celebrar apropiadamente el triunfo, se impondría a sí mismo las adecuadas penitencias. En el momento en que se disponía a alzar la voz, una mujer, de edad avanzada, se acercó al estrado, causando un gran revuelo.

El juez accedió a escuchar su declaración y la mujer, bajo juramento, expuso una a una, las mismas conclusiones a las que había llegado el sacerdote. De pronto cesaron los murmullos. Todos comprendieron, que sin lugar a dudas, se había demostrado la inocencia del acusado. Este se llevó las manos al rostro y luego dirigió sus ojos, llenos de lágrimas, hacia la anciana, mientras le daba las gracias en silencio.

Al finalizar el juicio el sacerdote y la anciana, se encontraron a las puertas del tribunal.

-¡Padre Brown! -exclamó la mujer, con suspicacia-. ¿Qué hace por acá?

-Recibí una llamada del arzobispo –mintió, bajando la mirada-. Y, mientras pasaba frente al palacio de justicia, recordé que hoy se celebraba esta audiencia.

El sacerdote, todavía sin levantar los ojos, repasaba nerviosamente el borde de su sombrero.

-Los diarios han hablado tanto de ello –continuó- que no pude resistir la tentación de entrar a echar un vistazo.

Luego, sin siquiera despedirse, se dio la vuelta, empujando al monaguillo con su paraguas. Debía darse prisa. Lo último que deseaba ver en ese momento era la maliciosa sonrisa que, con toda seguridad, ya empezaba a dibujarse en el rostro de esa condenada Miss Marple.