Retrato de José Hierro

Por Segisfredo Infante

segisfredo_infante_new-70He observado con detenimiento un retrato al carboncillo del poeta español José Hierro (1922-2002), elaborado por el pintor y dibujante hondureño don Benigno Gómez, quien ha tenido la generosidad de obsequiarme algunos de sus trabajos, entre otros un retrato, a colores, de mi rostro, que he agradecido en otros momentos. Hoy quiero referirme de modo casi exclusivo a la obra del poeta español, sugerida por la imagen al carboncillo que observo permanentemente, o de soslayo, desde el año 2005, fecha en que “Don Benigno” imaginó al poeta Hierro. Por cierto, casi nadie me ofrece referencias sobre el paradero o la salud de nuestro respetado pintor, discípulo directo de Miguel Ángel Ruiz Matutte, quien también se encuentra delicado de salud. (El Estado hondureño carece de un aparato que se encargue de auxiliar, sin trámites burocráticos, a los verdaderos escritores y pintores desempleados; o que por cualquier razón se encuentren en estado de calamidad. Otros países sí que tienen tales o cuales aparatos de auxilio, sean públicos o privados).

A propósito he tenido que rebuscar entre mis pertenencias “atruncuñadas”, algunos de los textos de José Hierro, que he acumulado entre mi juventud y los inevitables días otoñales. No los he podido rescatar todos. Por de pronto (o por mientras), me he topado con tres volúmenes suyos: “Cuaderno de Nueva York”, “Solo de Hierro” y “La luz más pura”, que permiten una aproximación a la obra poética del autor. Para empezar hay que decir que el hombre “no” pertenece a la generación del “veintisiete”. Creo que tampoco pertenece a la del “cincuenta”, pues sus publicaciones fueron apareciendo independientes de ambas generaciones, con algunas tonalidades que lo caracterizan. Se trata, de alguna forma, de uno de esos poetas solitarios, con cara formidablemente seria, que hablan por sí solos, abriendo espacios en lo inesperado; incluso en la ruidosa Nueva York, ciudad en la que Hierro atalayó a los viejos y los nuevos dinosaurios: unos que caminan semi-encorvados.

En Nueva York descubrió (o redescubrió), además, que él era un hombre solo, como un niño mendigo que deseaba “espantar el miedo”. Pero también descubrió que en la literatura se puede jugar con las coordenadas del tiempo, cuando mira que Wolfgang Amadeus Mozart se encuentra convencido de haber leído a Miguel de Unamuno. También porque en Nueva York existen filántropos, estrellas del cine o del deporte, economistas, escritores, senadores y presidentes, “que algún día zarparon con rumbo a otras galaxias”. La metrópoli del mundo es tan ruidosa que “la muerte es la desconocida”, como si se tratara de una auténtica “inmigrante ilegal”. Aquí recuerdo las expresiones del periodista y poeta hondureño Alfonso Guillén Zelaya, cuando afirmaba que habían dos lugares en que le gustaba vivir: En Lepaguare por ser el lugar más silencioso del mundo. Y en Nueva York por ser el lugar más ruidoso del mundo. Quizás exageraba Guillén Zelaya. Pero las imágenes son válidas. Por otro lado, este “Cuaderno de Nueva York” de Pepe Hierro hace pensar, de manera indirecta, en “Poeta en Nueva York” de Federico García Lorca.

José Lupiáñez sostiene que en la obra poética de José Hierro “se debate el dolor y la alegría”, como “pugna entre el fiero amor a la vida y la amarga experiencia de nuestra precariedad.” Porque la vida da alegría y “la propia muerte nos empuja a estar vivos; nos obliga a esa constancia de intensidad vital”. En uno de los versos del folletito “Solo de Hierro”, el poeta reafirma que entre el océano de los siglos nadie va a recordar “que un día nos morimos, porque nos moriremos”. Y añade lo siguiente: “Sé que si busco una mano// que me salve del olvido// no la encontraré”. En cuanto a la antología “La luz más pura”, hay mucho para deleitarse, mediante un doloroso “fluir del tiempo vivo// desangrándose a chorros”, por un “hachazo de luz que no hiende los troncos ni pone la llaga en la piedra.” Este último verso lumífero refleja la lectura de Pepe Hierro acerca del tratado sobre la poesía de Friedrich Hölderlin, por Martin Heidegger. Que sirva el presente artículo como un homenaje demasiado preliminar al poeta José Hierro y a su retratista hondureño don Benigno Gómez. Hay un aire expresivo que pone en coincidencia indirecta a ambos personajes, asiduos de las cafeterías. Eso por mientras aparecen otros libros del poeta calvo, de expresión  dura, entre mis hileras de textos y archivos apretujados.