Por Luis Alonso Gómez Oyuela
Los reportajes que ha venido publicando LA TRIBUNA sobre los niños migrantes son dramáticos y espeluznantes. Es como si estuviéramos viendo una película de terror con protagonistas crueles y sanguinarios, sin conciencia y el mínimo concepto del valor humano.
Este problema de los migrantes no es nuevo. El gobierno feliz porque entre más gente se va del país son menos los problemas sociales y por otra parte; la mejor forma de obtener divisas a costa del dolor y lágrimas de aquellos que con sacrificio ganan unos cuantos dólares para ayudar a sus familias.
Resulta increíble que el Estado no lleve un control, y más que el Estado, los gobiernos no estén enterados de cuántos hondureños traspasan las fronteras en busca del añorado sueño americano que más tarde se convierte en pesadilla, dolor, muerte, mutilaciones y desaparecidos. Las expectativas giran en derredor de los dólares que envían estos sufridos compatriotas; pero jamás los organismos que velan por los derechos humanos se toman la molestia de conocer la situación de sus familias, de los niños que en la mayoría de los casos quedan bajo la tutoría de familiares que supuestamente se hacen cargo de su educación.
El gobierno está facultado para controlar las remesas para quedarse con una tajadita; pero a la vez tiene la obligación de ir a cada comunidad a través de los entes especializados en salvaguardar la familia para conocer las condiciones de vida de los hijos de estos compatriotas que decidieron marcharse del país en busca de las oportunidades que aquí no encuentran.
No es posible que el gobierno no esté enterado cuántos niños hay en Honduras si para ello se cuenta con el Instituto Nacional de Estadísticas y la Secretaría de Educación que debe conocer si estos menores asisten a la escuela o en caso de deserción conocer los motivos de su ausencia.
Es sencillo saberlo, pero no existe voluntad; los niños en Honduras no votan; para los políticos no valen y siendo pobres que se las ingenien como vivir. Una muestra de ello, son los centenares de niños mendingando en las calles, durmiendo en las aceras sometidos a trabajos denigrantes, abusados y utilizados por los traficantes. Si esto no mueve la conciencia del gobierno, la sociedad, la iglesia y otros sectores, es porque perdimos el verdadero concepto del valor humano.
La reunificación familiar debe comenzar en casa y no es los Estados Unidos. Los padres en su mayoría madres solteras no regresan por sus hijos por temor a vivir en la miseria por lo que prefieren llevárselos pagando a los coyotes cantidades de dólares y poniendo en riesgo sus vidas tal como está sucediendo con los miles de niños desaparecidos convertidos en víctimas de los traficantes de órganos y los tantos que perecieron en el camino.
El pobre argumento del gobierno de que los niños se van porque van huyendo de la violencia, del asecho de las pandillas no convence. Los niños no toman el camino solos, se van porque se los llevan sin que nadie en los puntos fronterizos se dé cuenta del éxodo masivo de infantes hondureños porque las mismas autoridades migratorias han estado coludidas con los coyotes haciéndose los ciegos.
El problema de los niños migrantes no es de Guatemala, México o los Estados Unidos. Es un problema de Honduras que debe ser resuelto con sentido patriótico y humano. Desgraciadamente la reacción del gobierno ha sido tardía pero el problema no termina con la repartición de los menores y sus familias. Es ahora cuando el gobierno debe demostrar hasta dónde llega su capacidad para solucionar el problema de los migrantes, reubicar a las familias que vienen deportadas y no abandonarlas a su suerte.
La Pastoral de Movilidad Humana y los derechos humanos de los migrantes hace mucho tiempo ha venido señalando el drama de los migrantes, especialmente de los niños y por otra parte, ofreciendo atención a los retornados mutilados para que no estén abandonados a su suerte. Dios quiera que este drama termine y que nuestros niños vivan en paz en la tierra que los vio nacer.