Oratorio Festivo de Tegucigalpa

Por: Antonio Martín

ANTONIO_MARTINDejé la calurosa Managua con cierta nostalgia por haberme despedido de un pueblo amigo. Pero, al llegar a Tegucigalpa, mi nostalgia se disipó velozmente porque me di cuenta que esta ciudad y la tierra entera de Morazán estaba habitada por gente noble y abierta a la amistad como un girasol. Después comprendí que había iniciado aquí un gran capítulo emotivo de mi vida.

Me recibió con un abrazote un amigo mío desde hace años, Luis Alfonso Santos, obispo después de Santa Rosa de Copán. Mis colegas me asignaron como centro de operaciones la hermosa Iglesia María Auxiliadora con su esbelta imagen brillante por los rayos del sol que está contigua al antiguo Instituto Salesiano San Miguel, frente al mercado San Isidro y cercana al célebre Campo Motagua, escenario donde nació años antes el equipo de fútbol Motagua, muy  admirado por todos los ciudadanos de la ciudad capital y por mí. Como dice sabiamente Cervantes “donde fueres haz lo que vieres”. Por eso, Martín es un español domesticable que come tortillas, frijoles y nacatamales. Santos y Martín -como dos amantes de la pobrería- nos subimos a un picocito amarillo y –pasando por El Chiverito– empezamos a recorrer todos los barrios donde yo iba a trabajar, unidos por calles polvorientas y casas muy humildes.

Fuimos pasando por el barrio Simón Bolívar y su escuela, el kínder de los Mangos, la colonia Tres de Mayo con su escuela “Luis Alfonso Santos” y el Banasupro asomándose a un barranco lleno de casas con techo de lámina, el barrio Las Ayestas y el barrio San Martín justo en la cima del Cementerio General. Me di cuenta rápidamente que en todos estos lugares llenos de cerros no había una estructura adecuada para formar un Oratorio Festivo con grandes campos para jugar fútbol y grandes salones para impartir las charlas de formación moral. El siguiente fin de semana comprendí que “a grandes males había que poner grandes remedios”. Por eso, lo primero que hice fue seleccionar 6 jóvenes catequistas con ganas de trabajar y de movilizarse en la paila de mi picocito amarillo, prestado por Luis Alfonso Santos al irse él a otro nuevo destino.

—Colonia Tres de Mayo: Ahí estaba la amplia escuela “Luis Alfonso Santos” que se levantó con la ayuda de arena, cemento, piedra y ladrillos obsequiados antes por Santos y luego por Martín. Un extenso campo de fútbol sin grama no se podía usar porque golpeaba los tejados de las casas vecinas y despertaba las protestas de los vecinos. Un modesto salón servía para impartir la formación ética y moral de los ciudadanos. En vez del deporte, yo aconsejaba a los niños y jóvenes pobres a que se dedicaran a estudiar en las escuelas y a que acudieran a los talles de los Salesianos para tecnificarse en soldadura, mecánica, electricidad, tapicería, ebanistería y auto mecánica.

—Colonia Las Ayestas: Había un gran salón donde nos reuníamos todos, incluyendo la Legión de María y los Catecúmenos en la noche. Contiguo al salón había un pequeño campo de fútbol aplanado con piedras de río en vez de la grama Ahí se divertían unos cinco centenares de muchachos valientes. En las tardes –practicando que “de la panza sale la danza”– antes de las charlas de formación moral llegaba un gran baúl de lata y ruedas de hule transportando ricas semitas elaboradas con aceite, leche y harina proporcionados por Cáritas Arquidiocesana de la cual yo era director por nombramiento directo de Monseñor Héctor Enrique Santos.

—Barrio San Martín: El picocito rugía por la pésima calle como un toro bravo en el corral. El paisaje era espléndido al contemplar Tegucigalpa que despertaba con los rayos de sol y los aviones que pasaban bajo las nubes. Con el programa de Cáritas “alimentos por trabajo” unos obreros instalaron aguas negras y agua potable en profundas zanjas. Un fin de semana llevé a un amigo alemán para que me ayudara. Al salir del salón le pregunté: ¿cómo le pareció la gente? Y él, –apretándose el estómago– me contestó con naturalidad: “¡Al verlos casi se me revuelve el  desayuno!” Esa era la respuesta del “Primer Mundo al Tercer Mundo”.

No puedo concluir este comentario sin manifestar que doña Nora de Melgar Castro me daba la gasolina semanal para el picocito que me llevaba día y noche por estos barrios y colonias antes mencionados como un aporte muy significativo del gobierno hondureño con los pobres a mí encomendados. Gracias, doña Nora, por su generosidad.

Gracias, padre,  por haberme permitido trabajar con los niños y jóvenes pobres en los Oratorios Festivos  de San Salvador, Santa Tecla, Quetzaltenango, Managua y Tegucigalpa. Estos 15 años son para mí el verdadero “Siglo de Oro” de mi vida  entera.

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