Problemas  inmensos

Por Segisfredo Infante

segisfredo_infante_new-70Cuando pasen muchas décadas y Honduras se haya civilizado y se parezca un poco a Bélgica, Nueva Zelanda, Luxemburgo, Curazao, Suiza o bien a Holanda, los posibles lectores, acuciosos, de los más antiguos cronicones que hayan sobrevivido a la consabida destrucción de los archivos locales, pensarán que en esta época remota, de comienzos de la segunda década del tercer milenio de la era occidental, exagerábamos nuestros problemas nacionales cotidianos. O que incluso exagerábamos nuestras dificultades personales. Pero si revisamos alguna correspondencia de la tercera década del siglo diecinueve, veremos que incluso, desde nuestra óptica actual, el “pesimismo aristocrático” de Dionisio de Herrera, respecto de la indolencia, la apatía, el tedio y la  pobreza espiritual del hondureño y de sus instituciones republicanas, era un pesimismo bien fundamentado, con fuertes repercusiones actuales. Aquella era una época en que se mezclaban las diferencias personales (incluyendo las del ilustrado señor Herrera y del obispo Nicolás Irías) con las diferencias ligadas a las cosmovisiones ideopolíticas. Tal como ocurre con los hondureños de comienzos del siglo veintiuno, muy poco democráticos y flexibles, a pesar de largo zigzagueo republicano.

Honduras es un país pequeño con problemas inmensos. Hacia cualquier lado que dirijamos nuestro rostro y nuestra mirada, encontraremos gruesas dificultades. Hay una especie de estratigrafía de todo el tejido demográfico, social, productivo e institucional, que exhibe su propia historia compartimentada, en donde unos estamos desconectados de los otros, lo cual repercute hacia lo interno de las mismas instituciones. Hay casos en que algunos individuos “poderosos” se empeñan en desmantelar un instituto o un organismo colectivo, con el solo propósito de hacer daño o de sacarse clavos personales. Algunos de esos clavos están vinculados a su propio resentimiento social, sin pensar, en ningún momento, que con sus acciones y omisiones están lacerando el futuro concreto de miles de hondureños con hijos, amigos y conocidos, que retroalimentan información abierta o silenciosa. Información que tarde o temprano revienta sobre el rostro de las malas personas, abiertas o escondidas. Pero cuando algunos individuos “poderosos” hacen profundo daño, lo vuelven más grave al pregonarlo en nombre de una supuesta “modernidad” (anti-moderna) o en nombre del “pueblo”. Los verdaderos aficionados a la “Historia” (con mayúscula y con minúscula) conocemos a esta clase de individuos ególatras, o taimados, que parecieran repetirse a lo largo y ancho del devenir de cada región. Y a veces los conocemos con sus nombres y apellidos.

A la par de los problemas institucionales y personales, tenemos un país con áreas geográficas fuertemente violentas, al extremo que en algunos momentos percibimos y respiramos una especie de guerra civil sin objetivo, sin identificación precisa y sin dirección alguna, con los grandes desequilibrios psíquicos que esto supone. Es algo peor que el tremendo caos, en tanto que el nuestro se aleja de “la geometría fractal de la naturaleza” del polaco afrancesado Benoit Mandelbrot (citado en un extenso poema de un hondureño) y de la “teoría de las catástrofes” del famoso matemático René Thom. Al margen de las estadísticas (buenas, regulares y malas), nada sabemos de las interioridades de los grupos que propulsan la violencia nacional y regional que padecemos. No sabemos, con exactitud, de dónde vienen los golpes ni hacia dónde van. El ciudadano honorable de la calle se encuentra al borde del abismo, “íngrimo” o desamparado, como le gustaría repetir a Rafael Heliodoro Valle. El verdadero intelectual –con las excepciones especialísimas del caso–, ni siquiera aparece en la lista de las personas existentes, pues se lo trata como a un profesionista más, o como a un profesionista menos, oriundo de un segmento “liberal”, marginal, de la sociedad. Se lo trata como a los mestizos y los pardos indefinidos de comienzos del periodo colonial, rechazados por sus propios progenitores y hermanos. (Con nuestro esquema hondureño, rígido y ultra-formalista, el “conservador” Jorge Luis Borges y el “liberal” Octavio Paz, nunca hubiesen sobrevivido ni existido en Honduras). Por último, nuestro aparato productivo nacional continúa siendo pequeñito, sin posibilidades reales, en el mediano plazo, de absorber la mano de obra flotante que crece aceleradamente cada año, lo cual empuja a miles de personas a delinquir, a caotizar o a marcharse por los caminos peligrosos de la migración norteña.

En consecuencia: Necesitamos un verdadero diálogo y auténtico pacto nacional, fraguado desde las entrañas de la sociedad. No para caer en las viejas formalidades de los pactos del pasado –lejano o reciente–, en que los acuerdos han sido elaborados desde arriba, por algunas élites, mediante “proyectos nacionales” sin alma y sin ningún sentido de las realidades subregionales del país. Necesitamos que alguien gestione, con humildad, un proceso gradual de aproximaciones entre unos y otros, bajo el sigo de la democracia y del respeto real a las instituciones. Entonces llegaremos con humildad a respaldar.