Hacia la criminalización del niño

Por Edmundo Orellana
Catedrático universitario

edmundo-orellana2Hay quienes odian a los niños. No a los suyos, por supuesto. Odian a los niños de los demás. No a todos. Solamente a los desaliñados, sucios, desamparados; esos que deambulan por las calles de las populosas ciudades de Honduras, mendigando.

Los odian tanto que los quieren ver en la cárcel. No en cualquier cárcel. Sueñan en recluirlos en cárceles de adultos. Allí donde los más peligrosos criminales se encargarán de enseñarles sus crueles y sanguinarias artes. Los quieren en la cárcel de adultos desde temprana edad, porque, ingenuamente, creen que allí no serán peligro para nadie. No se les ocurre pensar que si encierran un niño de quince o dieciséis años con criminales adultos, al concluir la pena, tendrá que salir a la calle, después de diez o veinte años, con menos de cuarenta años y armado con todas las técnicas que el crimen puede ofrecer.

Ignoran que esos niños están condenados antes de nacer. Desde el vientre de su madre, están destinados a formar parte del ejército de los criminales, maras, narcotráfico, sicariato, etc. Nacen en la pobreza extrema y están condenados a vivir en ella porque ni sus padres ni ellos, cuando crezcan, tienen oportunidades laborales.

Tampoco tienen salud ni educación a su alcance. No tienen salud porque en Honduras los pacientes mueren agusanados en los hospitales y la seguridad social se invirtió en campañas políticas y en la forja de nuevos y colosales patrimonios. La educación impone jornadas que ellos ocupan para deambular por las calles en busca de sustento. Ellos viven de alimentarse, no del pan del saber, porque este solo se digiere cuando el estómago está satisfecho.

Son los más expuestos en este ambiente de inseguridad. Porque son las víctimas. Lo son aunque sean los victimarios. Ingresan al crimen forzados por las circunstancias; el ambiente de violencia y crimen que los acuna de niños, impone sus dictados sin opción alguna. Ya adentro, son colocados en la primera línea de batalla, no solo para eludir la severidad de la ley, sino también porque, siendo que es inagotable la cantera de donde se extraen, no importa cuántos caigan, relevo siempre habrá.

La deformada visión que este ambiente genera en la mente del niño, lo perseguirá de adulto, si no se rescata a tiempo. Nadie es adulto sano, si en su niñez vivió entre el crimen y la violencia. No es penalizando la infancia, entonces, que resolveremos la situación; antes bien, lo orillaremos a asumir la condición de criminal y a comportarse como tal. Revertir el proceso de degradación del niño, solo se logrará rescatándolo de ese infernal ambiente al que nuestra sociedad lo condena.

Los menores de 18 años no son inimputables. La legislación para sancionar al menor infractor existe y está vigente. Lo que aún falta es su debida aplicación, como sucede con el resto de la legislación penal. Por este crimen perpetrado por el Estado nadie reclama, especialmente los que odian a los niños pobres. No es conveniente incomodar al poder, pero sí cebarse en quien no lo tiene (además, sirve para excusar le negligencia criminal la autoridad), especialmente con los desvalidos.

De nuestra población, casi aproximadamente tres millones y medio son menores de 18 años y alrededor del 73% se encuentra en la extrema pobreza. “Son muchos y por eso es imposible olvidarlos”, sentenció el insigne poeta.

Quienes odian a los niños pobres son los que jamás los han visto con otros ojos que los de la exclusión y la discriminación. No admiten que  la situación en la que viven y les provoca repulsión es consecuencia de la negligencia gubernamental y la indiferencia social. Por eso les niegan el goce de los derechos que disfrutan sus hijos (la salud, educación, seguridad, etc.). Los odian y los quieren pobres. Además, los quieren en la cárcel; en la de adultos.