Recuerdos de Semana Santa

Por: Dagoberto Espinoza Murra
Nací en Soledad, departamento de El Paraíso y cursé parte de la educación primaria en Liure, del mismo departamento. Ambos municipios pertenecieron a lo que se llamó Distrito de Texiguat.
En los pequeños pueblos arriba mencionados el sacerdote llegaba una vez al año, especialmente para celebrar la fiesta patronal.
Durante la Cuaresma en Liure, las rezadoras se encargaban de hablarle al pueblo en las diferentes estaciones que se recorrían bajo un sol abrasador. Los alumnos de la escuela acompañábamos la procesión con la seriedad de los mayores, pues se nos decía que para esa fecha toda broma o malcriadeza eran mal vistas por el Señor.
Ya para la Semana Santa (nunca supe cómo llegaron ciertas costumbres al pueblo), los varones, jóvenes y adultos, se tiznaban el rostro y decían ser los “judíos” de la población y designaban a uno de mayor edad para que hiciera el papel de “cónsul romano”, encargado de cobrar los impuestos por cualquier transacción que se hiciera, por mínima que fuera. Muchos pobladores pagaban con monedas de diez o cincuenta centavos; otros con frutas, mangos y naranjas y quienes no pagaban se sometían a penas mayores que serían cobradas el último día de la semana.
Cuando llegaba un sacerdote y oficiaba misa lo hacía de espaldas a la feligresía y al volver la vista al público le hablaba en latín, por lo que nunca supimos de qué se trataba el contenido de la misa.
Con la llegada al Papado de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, una de las concreciones fue que las misas se oficiarían en el idioma del país, lo que acercó a los pueblos a los actos litúrgicos. Sintiéndose de esta manera copartícipes del evento religioso, pues había mayor comprensión de lo que hasta antes solo entendían las personas ilustradas.
De esta manera disfruté de las homilías del sacerdote salvadoreño Laureano Ruíz, quien laboraba en el Instituto Salesiano San Miguel de Comayagüela y oficiaba sus misas en la iglesia María Auxiliadora, contiguo al centro educativo. Sus homilías eran breves y sustanciosas. Salía uno del templo con la sensación de haber escuchado mensajes instructivos y orientadores. El padre Ruiz era un filósofo y a los estudiantes los trataba de manera amistosa. Siempre guardo en mi memoria la oportunidad brindada por ese centro educativo donde muchos maestros estudiamos bachillerato por equivalencia, ya que ese título era requisito indispensable para ingresar a la universidad.
Actualmente acompaño a mi esposa, hijos y nietos al templo Don Bosco, anexo al Instituto San Miguel y al escuchar a excelentes sacerdotes como Francisco Javier y Walter Guillén, entre otros, recuerdo al padre Ruiz por sus mensajes aleccionadores expresados en un lenguaje fácilmente comprensible.
A la misa de Domingo de Ramos no pudimos acudir porque los pequeños nietos viajarían ese día a Nicaragua a compartir con su abuela paterna. Por lo tanto, asistimos al templo el sábado por la tarde. La misa estuvo muy concurrida y cuando el padre Guillén rociaba el agua bendita, mi nieto que estaba a mi lado se empinó intentando alcanzar más gotas para las cruces de palmas que él tenía en sus manos. Pareciera que el sacerdote comprendió el mensaje y nos roció una vez más con su escobilla. El nieto me entregó una cruz y me dijo que la colocara en el respaldar de mi cama; recomendación que obedecí de buen gusto.
Leyendo en FIDES, el periódico de la Iglesia Católica, la pasión de Cristo y los ultrajes recibidos por el Hijo de Dios es fácil asociarlos con nuestras vivencias terrenales y la situación que vive actualmente nuestra patria. Si pesada era la cruz de del Señor, pesada es también la carga de impuestos que paga el pueblo hondureño por gobiernos que nunca pusieron medidas restrictivas a la corrupción. Basta señalar los precios de la energía eléctrica, de los combustibles y otros servicios públicos. Unos de los actos más ultrajantes que vemos en el Vía Crucis es cuando le colocan a Cristo la corona de espinas; un ultraje similar sería la deuda en quince mil millones de dólares que tendrán que pagar las presentes y futuras generaciones del pueblo hondureño por la ineptitud de algunos gobernantes, y lo que es peor, su relación con personeros del crimen organizado. Sería repetitivo hablar del desfalco del Seguro Social y la manifiesta pérdida de la institucionalidad de la República.
La traición de Judas Iscariote que entrega al Maestro por algunas monedas, lo podemos ver en aquellos políticos que han entregado por pedazos la soberanía de nuestro territorio. Pero, así como Jesús resucitó, abrigamos la esperanza de que algunos hondureños, civiles y militares puedan reivindicar a la patria de malos hondureños investidos de autoridad.