Por: Juan Ramón Martínez
No hemos valorado suficiente el impacto negativo que, para Honduras, tiene la muerte de Juan Antonio Medina Durón. En una sociedad adolescente, que se niega a asumir sus responsabilidades y prefiere extender la mano para que otros le ayuden, no hay espacio para apreciar a los constructores que, le sirven desde el ámbito de la cultura. Por eso, siento que ha pasado en un silencio inmerecido, la desaparición física de este compatriota, de menuda figura, pero de contribución gigantesca, propia de un hombre talentoso, preocupado por el futuro de nuestro país, que creía que el cambio nacional auténtico –más allá de las apariencias mediáticas– era fruto de la transformación cultural que produciría el hombre y la mujer nuevos que estamos necesitando para hacer una Honduras mejor.
Conocí a Juan Antonio, un adolescente entonces, que estudiaba su bachillerato en el San Miguel, a principios de 1963. En febrero de ese año, había llegado de Olanchito para estudiar en la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán, para concluir la carrera de profesor en Ciencias Sociales. Su director entonces era el licenciado Horacio Elvir Rojas, una figura que influyó mucho en el carácter de la institución y en el comportamiento de nosotros los estudiantes, debido a su condición de educador y por su formación política liberal, basada en la libertad, la igualdad, la fraternidad y la democracia. Como subdirector, le acompañaba uno de los docentes más queridos por generaciones de la noble institución, ahora convertida en Universidad Pedagógica Nacional, el doctor en Química Guillermo E. Durón, miembro de una familia que le ha dado, en el curso de la historia nacional, brillo y prestigio a Honduras. Juan Antonio era nieto del teacher Durón, como le llamábamos a su abuelo, al que visitaba frecuentemente. Me llamó la atención porque siempre andaba una “chumpa”, roja si mal no recuerdo. Y por su natural disposición para saludar a todas las personas, con una simpatía natural que le salía por todos los poros.
Posteriormente, Medina Durón, ingresó a la Escuela Superior en 1966 a cursar la carrera de Letras. Aquí le vi algunas veces cuando llegué a visitar a mi hermano José Dagoberto, que era para entonces –y desde siempre– su fraterno compañero. Desde entonces y como expresión de su carácter que aunque tenía la distancia del capitalino de entonces, que saludaba; pero no dejaba que se le acercara, aportaba una simpatía tal que, hacía obligatorio quererlo, sin mayor esfuerzo. Desde los años 70, se incorporó como docente en la Superior, mostrando un talento especial para la docencia y una fuerte inclinación para la lectura. Por ese medio, y la investigación literaria, le permitió, aun sin terminar su dinámica y viva juventud, destacar como uno de los primeros críticos literarios que, desde las perspectivas de la modernidad, emitía juicios acertados sobre la calidad de las obras publicadas. Y como escribía con soltura y facilidad, en poco tiempo se transformó en la figura inevitable al momento de valorar las contribuciones literarias nacionales e internacionales. De mí dijo que era un crítico “intuitivo”.
En los últimos años de su vida, los contactos con Juan Antonio fueron más frecuentes. Nos encontramos en muchos eventos educativos y culturales, y cuando ingresé a la Academia Hondureña de la Lengua, él me recibió desde su carácter de juicioso e interesante maestro de ceremonia que, apuntaba el detalle y hacía de la anécdota en los actos en que participó, algo que tenía vida y existencia concreta. Posteriormente, se destacó como presentador de televisión en Canal 10, especializándose en el manejo del idioma. Como sus antepasados, era un puntilloso defensor del idioma, educado pero firme, en la defensa del buen decir y del buen escribir. Aunque no dejó una obra profusa, posiblemente porque lo absorbió más la actividad educativa que la creatividad literaria –para la cual tenía imaginación y enorme capacidad– su influencia en la vida nacional, es indiscutible. Solo superada por la dedicación que le entregó a la Pedagógica, de la cual nunca quiso de forma efectiva, jubilarse. De tal manera que la muerte lo encontró de pie. El vacío que deja lo llenaremos, sin duda sus amigos y sus alumnos. Y los lectores, que lleguen a la biblioteca que lleva su nombre, en la institución a la que entregó su vida, lo encontrarán en cada uno de los libros consultados. Que descanse en paz, el querido y fraterno amigo.