El moderno príncipe

Edmundo Orellana
Catedrático universitario

En las monarquías absolutas el monarca estaba fuera del alcance de la ley. La supuesta naturaleza divina de su poder lo colocaba en condición de inimputable.
Todos estaban sometidos a la ley, menos él. Podía disponer de todo. Del territorio, porque era de su propiedad; de las vidas y propiedades de sus súbditos, porque tenía poder ilimitado sobre ellos; del poder público porque él era el soberano. En él se fundía el poder divino y el temporal.
Con el nacimiento de la República moderna, se transmitieron al estado algunos de los atributos de la monarquía. Los revolucionarios franceses, por ejemplo, prohibieron a los tribunales conocer de los actos de la administración, de modo que todo lo hecho por ellos estaba excluido de la revisión judicial. En Honduras hasta hace muy poco, el Estado estaba fuera del alcance de los tribunales, situación que fue superada con la creación de la jurisdicción de lo contencioso-administrativo.
En las monarquías modernas, el monarca o príncipe todavía goza del atributo de la infalibilidad y se encuentra fuera del alcance de la ley.
En Honduras, desde siempre, se ha creído que demandar judicialmente al Estado es aberrante. No es extraño, pues, encontrar disposiciones, particularmente en las denominadas disposiciones generales del presupuesto, que prohíben nombrar o contratar a quienes hayan demandado al Estado, incluso por despido injusto. Demandar al Estado se traduce en un impedimento, para el caso de quien aspire a ser nombrado a un cargo público.
Se trata de reminiscencias de la época de la colonia que la sociedad no ha podido superar y de la que se hacen eco nuestros partidos políticos, aún aquellos que dicen existir para defender los derechos humanos, sin reparar que estas decisiones legislativas se traducen en inhibidores del ejercicio de derechos fundamentales, cuando quien los lesiona es el Estado. De hecho, se trata de reconocer al Estado el privilegio de hacer cuanto le venga en gana, sin reparar en las consecuencias, porque, quien resulte agraviado por el Estado, no puede demandarlo, si aspira a ocupar un cargo público. Vamos a contrapelo de la corriente universal de poner restricciones a ese monstruoso aparato que es el Estado, para evitar que engulla a todo y a todos. Por eso, justamente, “somos diferentes”.
Esta misma circunstancia impeditiva -aplicable hasta ahora únicamente a los empleados públicos, no a los funcionarios-, la Junta Nominadora pretende imponerla en el proceso de selección de magistrados. Vergonzosa decisión, considerando que, entre quienes, la tomaron se encuentra CONADEH, que supuestamente defiende oficialmente los derechos humanos en Honduras, y la Corte Suprema de Justicia, cuyo deber es declarar, en cada caso concreto, a quien le asiste el derecho, con apego a la legislación.
No han logrado sustraerse de esos prejuicios coloniales los señores de la Junta Nominadora, para quienes los hondureños no somos ciudadanos, sino súbditos, en disposición permanente de soportar mansamente toda manifestación del poder público. Buscan vasallos, no hombres libres. Porque para ellos, el Estado es infalible y, por ello, goza del privilegio de la irresponsabilidad, es, en suma, el príncipe moderno.