Cuentos de Adonis Delgado

La palabra

Contaba tres horas sentado a expensas del destino cuando el paso casi imperceptible de un camión demolió en densos fragmentos sus piernas.
“Ha de ser triste venir a esperar la muerte siempre en el mismo lugar” pensó, compadecido de aquel desdichado que cada noche retomaba su lugar en la banqueta, mientras asomaba por la ventana con el alma vituperada en soledad, una sordomuda de buen parecer.
Se llamaba Alonso, y la claridad del día le resultaba un fuerte agravio: noctámbulo por deseo, ermitaño por obligación.
Era la hora que en años anteriores tantas alegrías le causaba. Miró su cuerpo debilitado en la penumbra, mezclado con la soledad que sigue al bostezo del recuerdo, y lloró porque amaba la humedad serpenteando en sus mejillas, y no era el dolor ni la sangre en sus piernas lo que le atormentaba, pues, para aquel entonces, físicamente ya no sentía; y es cierto, a veces se veía caminar arrastrado gritando de un supuesto dolor, muchos le decían que se quedara en la miseria del infortunio, pero caminaba porque el hambre no iba a detenerse, y ni aún los rastros de golondrinas heridas esperarían sus pisadas de andar pulverizado. Luego, como la mayoría de estrellas conformes con su luz decadente, se acostumbró al infortunio.
El mundo le parecía una ola de vaivenes interminables, una estación donde la espera se reducía en ilusión y la ilusión era una espera carente de estaciones.
Nadie lo escucharía, nadie cantaría a sus ojos alguna melodía de amor, ni en el murmullo del frío el calor llegaría a su cuerpo falto de cariño entre los brazos de algún alma enamorada. Se encontraba en un letargo sujeto al vacío, triste y con las piernas deshechas como el insecto atrapado en la suela de un humano desalmado.
Escuchó el pago de un cometa en la distancia. Quiso detener los cánticos de aves que llegaban dispersos como la desesperanza emergente de sus párpados, acallar el ensordecedor viento que cerraba sus ojos. Quería exterminar el trémulo brillo de las estrellas, casi dormidas, circundantes a una luna cercada de alquitrán. Anhelaba el silencio, más el ruido golpeaba su nariz con aromas de lánguida monotonía.
Sacó su libreta con el ansia de escribir dos versos. Por un instante, olvidó que ya no contaba con las piernas. El rumor de la noche se mezcló con el silbido que producía el agobio en su corazón. Tuvo la osadía de gritar al cielo innumerables reproches. Estaba indignado y la razón le era un abismo de grandes espigos y aguijones. ¡Cómo hubiera querido estar demente y desnudo salir a buscar en la multitud una mujer que lo entendiera!
De pronto, exánime, musitó su boca un nuevo suspiro: el suspiro que sigue la remembranza de un beso guardado en los cofres del alma. Recordó entre los vestigios de la melancolía varios amores. Buscó minuciosamente entre todos ellos, buscaba alguno que hubiera ignorado su voz de ruiseñor enamorado. El recuerdo del parque, donde después de un golpe, casi mortal, salió huyendo, cuando una tabla hirió las blancas mejillas de su amante, merodeaba de forma imborrable su mente. Aquella tarde, con ojos de desangrado crepúsculo, era escrupulosa llaga en su imaginación.
No se percató que las piernas seguían vertiendo espesos líquidos. Mucho menos, recordó el asesino de su anterior amante bajando del camión a entregarle una nota. Quizás lo estarían esperando en el cementerio o en el hospital: el hálito del misterio ahora lo acompañaba.
Intentó ponerse en pie. Corrió en los senderos del subconsciente y, por última vez, prorrumpió en gritos a su enamorada. Ella seguía viéndolo: siempre a través de cristales enmohecidos, siempre lamentándose de aquel desdichado.
Creo que aún espera con las piernas cortadas la muerte, sujeto a la ilusión del escombro que deja una palabra tirada al viento sin respuesta, sin nueva esperanza.