Televisión y política

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Cuando Octavio Paz escribió el guión de su disertación “Televisión: cultura y sociedad” en 1979, nunca imaginó el tremendo poder que alcanzaría la televisión en el mundo futuro, como un medio no solamente de información y comunicación, como lo había sido hasta ese momento, sino también como un móvil de lo contrario, es decir, una plataforma desde la cual se podía, además de informar al público, describiendo acontecimientos de manera imparcial, trastornar la visión del espectador sobre la realidad de las cosas, especialmente cuando entre los presentadores de las empresas televisivas existen intereses políticos e ideológicos de por medio.
En los 60, la televisión se convirtió en el blanco de las críticas de la izquierda internacional y de los intelectuales en general; y eso era entendible: la llegada de la modernidad a las telecomunicaciones, a través de la televisión, representaría el arrinconamiento de los otros medios de comunicación, especialmente el de la radio, sencillamente porque el público se hacía “presente” en el lugar de los acontecimientos y podía ser testigo de las circunstancias ocurridas en las últimas horas. Para los marxistas, la presencia de este revolucionario invento, significaría el fortalecimiento de los medios ideológicos de represión del Estado para mantener alienada a la sociedad con respecto a la realidad de su mundo circundante. La televisión se convirtió en el producto más odiado y más apetecido alrededor del planeta.
Más que un servicio, el oficio de informar -que ahora encontraba un nuevo espacio fuera de la radio y los tabloides- a través de la novedad televisiva, se convirtió en una comunidad de comunicación unilateral; un monólogo donde el emisor tomaba las riendas de la realidad para compartirla, aunque fuese de manera individual, con los ciudadanos ávidos de saber, no solo sobre lo que acontecía en otros ambientes, sino también para disfrutar de la programación atiborrada de esparcimiento, donde este cine en miniatura, abría un mundo de posibilidades al adentrarse en la cultura del ocio y la diversión.
Y si la novedad de la televisión fue, en primera instancia, el entretenimiento y la información noticiosa para formar opinión, es en este último punto donde la política encontró la oportunidad de oro para domeñar el consenso de los ciudadanos y ratificar, de paso, en la mayor medida posible, el peso del poder del Estado. Por eso, las alianzas entre el sector privado y público -es decir, entre empresa y política-, no se hicieron esperar, dándole parcialmente la razón a la crítica marxista en el tema de los aparatos de enajenación ideológica.
La liberación de los mercados de las telecomunicaciones, que hasta entonces se había mantenido en un estado de oligopolio en Honduras, ha dado pie para que la oferta de canales televisivos sea tan abundante como esporas en primavera. En nuestro país los hay de todo tipo: desde los medios educativos de alto nivel hasta las estaciones alineadas a los partidos de izquierda que exhiben en su programación, largas horas destinadas a la crítica contra el gobierno y una programación de muy mala calidad, sosa y decididamente politiquera. Porque no se trata solamente de hacer oposición política, sino de edificar consenso con altos visos de moralidad sobre todo de quien permanece señalando los errores del poder. De hecho, el periodismo “underground” juega un papel preponderante en la crítica contra los desmanes el establishment: solo que, en este caso, la virtud moral cede a la idiosincrasia de lo despectivo y a la subcultura de la descalificación amenazante. Los canales de la oposición alineados con un par de partidos, subrayan enconadamente la degeneración ética de los políticos de derecha, sin reparar que algunos propietarios y periodistas de los medios alternativos, además de sesgar la realidad con sus intenciones políticas y partidistas, resultan ser figuras “non sanctas” que, sin duda, de llegar a la silla presidencial, acabarían calcando las mismas pillerías de los políticos que se han convertido en el blanco del periodismo maldiciente.
Y, finalmente, la televisión hondureña es ubérrima en pasquines noticiosos, cuyos presentadores, atrincherados en una atalaya inabordable -según ellos- por las leyes del país, destilan toxicidad plena en el marco de un formato “sui generis”, acentuadamente catracho, que incluye una muy mala dicción y una cultura de barrio marginal no superada por la academia, en el más puro estilo lisonjero de una militancia descaradamente partidista.
La televisión hondureña es el reflejo fiel del nivel educativo del país. Tendrán que pasar muchos años, sino décadas, para que los medios televisivos superen la politiquería barata y el modelo de improvisación lindante con la ignorancia. Mientras eso pasa, tendré que buscar entre las opciones del cable, un noticiero extranjero menos poluto y más ético, que me informe y me ayude a edificar mis opiniones sobre la realidad del mundo.