El elogio de la incoherencia

Por: Julio Raudales

Desde la década de 1940, influidos por las ideas del famoso economista argentino Raúl Prebisch y las investigaciones de la CEPAL, el énfasis de la política económica en Latinoamérica se centró en resolver nuestros problemas de balanza de pagos, mediante la limitación de las importaciones a través de restricciones cuantitativas (cuotas), el manejo de tipos de cambio múltiples y protecciones arancelarias (impuestos al comercio), con el fin de sustituir las importaciones y “favorecer” la industria nacional, es decir, a aquellas empresas que solo podían existir con la ayuda que el gobierno les prestaba. Fue así como incluso los hondureños llegamos a tener un auto “made in Catrachilandia”. Si usted es muy joven, le diré que se llamaba “Compadre”.

Estimulados por John F. Kennedy y su “Alianza para el Progreso”, el papel protagónico del gobierno y la planificación económica eran extremos. La “moda” era elaborar planes nacionales de desarrollo en los que un grupo de “burócratas ilustrados” desde Tegucigalpa, indicaba al sector privado qué y cuánto producir, ello   limitó la creatividad y libertad de emprender de los empresarios, lo cual los acostumbró a depender siempre de lo que “papá gobierno” pueda proveer. Por otro lado, se inició un proceso de reforma agraria en el que, lejos de proveer de tecnología y tierra a los campesinos, se fomentó la expropiación con saña, lo cual afectó sensiblemente nuestra capacidad para fortalecer los derechos de propiedad.

En aquellos días, los gobiernos se defendían como “gato panza arriba” para mantener el tipo de cambio, ya que se consideraba poco patriótico disminuir el valor del lempira -nuestro héroe-, frente al dólar americano, esto desalentó el desarrollo de otras industrias nacionales no protegidas, tales como los productos agrícolas y otros de “primera necesidad”, lo que en parte explica por qué, desde hace más de 30 años, los hondureños no somos capaces de producir granos básicos ni para nuestro consumo interno. No es de extrañar entonces, que sectores como el bosque, el turismo y otros para los cuales el país tenía ventajas comparativas no crecieran. Lo peor de todo, es que tampoco se desarrolló notablemente la industria exportadora, ya que al no tener competencia, estas empresas “protegidas” no se preocuparon por hacerse eficientes ya que podían vender sus productos a un precio más caro en el mercado interno.

Todo ello produjo el incremento de la pobreza, el atraso tecnológico y sobre todo la corrupción en que hemos estado sumidos. Lo triste del caso es que toda la opinión pública favorecía y aún hoy favorece dichas políticas discriminatorias, propiciadas obviamente, por asociaciones de productores que en su mayoría, tenían entre sus socios a empresarios afines al gobierno de turno, cuyas empresas florecían solo al amparo de barreras aduaneras elevadas.

Pero en muchos países de Latinoamérica el paradigma cambió. Luego de amargas experiencias, naciones como Chile, Panamá y aún México y Brasil, terminaron con la hegemonía de los industriales sustituidores de importaciones. Ellos entendieron que para exportar es necesario poder importar, ya que limitar el comercio,  impide desarrollar la capacidad de producir bienes de calidad a un costo más bajo y de esta forma los productores nunca competirán y serán arrasados por los extranjeros. Hoy se comprende que los aranceles diferenciados son perjudiciales para la eficiente asignación de recursos, que propician la corrupción, las presiones de grupos y los favores políticos.

Pero en Honduras parecemos no entender la lección de la historia. Pese a que muchos políticos y analistas recuerdan con amargura el “soborno bananero” y el despilfarro de la CONADI, aún hacen apología de la planificación centralizada y promueven políticas proteccionistas y discriminatorias sin recordar que son estas las que nos tienen a la zaga en la región. Ojalá y la situación que vivimos en la actualidad nos haga entender que es la coherencia y no la politiquería la que nos sacará de la miseria. Todavía es tiempo.