NUESTROS PINARES

HACE varias décadas la realidad de los bosques hondureños era un poco diferente. En virtud que todavía se observaban los bosques de hoja ancha, con sus maderas preciosas, en las llanuras costeras y en las proximidades de los ríos y quebradas, el ojo del viajero podría pasar inadvertido el hecho que lo predominante han sido los pinos, quizás de diversas especies y subespecies. Sin embargo, los poetas de distintas generaciones les dedicaron, con ojo avizor, sendos versos a estas “coníferas del tiempo”, con motivo de reiterada inspiración. Especialmente aquellos que por diversas razones nacieron en las serranías o se adentraron, tierra adentro, en donde los cerros y montañas imponentes exhiben este hermoso árbol que pareciera desafiar la ausencia del agua y la gravedad newtoniana de los enormes desfiladeros.

Lo que en tiempos añejos sólo parecían detectar los poetas, hoy es prácticamente el paisaje de bosque casi único por todos los rumbos del país. Los imponentes álamos y eucaliptos han ido desapareciendo. Los cedros brillan por su ausencia y los robles y quebrachos son escasos en la profundidad del paisaje enmarañado. Apenas quedan, en la zona sur, los jícaros y amates de aspecto solitario. Y en los bordes de las carreteras se pueden apreciar algunos macuelizos floreados y sanjuanes amarillos de color espectacular. Pero en el resto de la geografía nacional, sobre todo en las zonas centro-oriental y centro-occidental, sobreviven los viejos pinos, grandes y pequeños, en medio de los zarzales y zacatales que presentan un color amarillento pálido.

El problema es que si lo predominante de nuestro paisaje natural son los pinos, hasta este paisaje especial hoy se ve amenazado por el ya famoso “gorgojo barrenador”, que ha destruido centenares de hectáreas por todos los rumbos del país. El pino hondureño ha sido tan noble que ha resistido las sequías, los incendios y las depredaciones constantes de los malos hondureños y extranjeros. Pero pareciera que ante las amenazas concretas del citado “gorgojo”, las hojas del pino se secan ante los ojos de los viajeros y los espectadores. Algo extraño pasa en Honduras que es atacada en forma reiterada por diversos fenómenos, como si se tratara, según ha expresado más de algún analista, de las “siete plagas de Egipto”. Hasta el rarísimo “zica” pareciera amenazar el futuro de las viejas y nuevas generaciones, como una variable desprendida del conocido “dengue”, y de su correspondiente “chicungunya”. Aquí conviene señalar, como entre paréntesis, que se debe fortalecer la carrera de medicina, pero haciendo mucho énfasis en la parte preventiva, que casi siempre nos agarra desprevenidos.

Si el “gorgojo barrenador” continúa depredando nuestros pinares hasta lograr exterminarlos, entonces ya no quedará ningún paisaje en Honduras, excepto los carbonales, los zarzales y el paisaje semi-desértico que se ha vaticinado desde hace alrededor de veinticinco años. Tal vez hay algo colectivo que todos los hondureños pudiéramos hacer en contra de la destrucción de nuestra geografía humana, tal como se intenta en algunos barrios y colonias exterminar al zancudo que produce la fatalidad del “zica”. El trabajo colectivo en masa, cuando es bien orientado y bienintencionado, ha logrado cristalizar maravillas esplendentes en diversas naciones y momentos de la historia. Hay constataciones arqueológicas de lo aquí afirmado, aunque después algunos receptores de supuestos fantasmas queden diciendo que tal o cual cosa “es obra de los extraterrestres”, porque con sus visiones de impotencia reniegan de las capacidades humanas, que los mismos hondureños hemos evidenciado en fugaces momentos de crisis nacionales. Hay que salvaguardar, a como dé lugar, los imponentes pinares hondureños.