Mi primera licencia

Por Roberto C. Ordóñez

A los 12 años hice mis primeros pinitos manejando carros, a veces bajo la tutela de mi hermano Gustavo y otras veces a hurtadillas, manejando furtivamente el carro de su propiedad si lo encontraba mal puesto.
Una noche de sábado, mientras mi hermano bailaba mambo en una fiesta, con un alambre puse directo el encendido del enorme Chrysler, un automático a los que les decían colas de pato por los grandes alerones sobre los guardafangos traseros.
Estaban adoquinando las calles de Comayagüela y mientras lo hacían las cubrían con arenilla fina y resbalosa. Para que me viera una noviecita de un barrio cercano pasé varias veces frente a su casa sonando la sirena estridentemente hasta que ella salió y se acercó a platicar conmigo un momentito, a escondidas de sus padres que no me podían ver ni en pintura. Quería convidarla a dar una vuelta por el parque El Obelisco o más allá, pero la voz imperiosa de su padre me lo impidió y arranqué velozmente. Mi mala suerte quiso que al doblar la esquina iban un par de policías a entregar su turno y al verlos, por miedo a que me requirieran por manejar sin licencia, aceleré el chacharón y este derrapó sobre la arenilla de la calle, tumbando patas arriba a los dos cuilios -como les decíamos en ese tiempo a los policías- de casco, garrote, pistola y vestidos de kaki.
Proseguí mi veloz carrera hacia mi casa y otra vez me persiguió la mala suerte. En mi nerviosismo no podía estacionar el carro, en el momento en que los dos policías pasaban renqueando, uno sosteniendo al otro que estaba golpeado en una pierna y raspado de pies a cabeza. En un decir Jesús me colocaron las esposas para llevarme a la central de la Policía Nacional, en el centro de Tegucigalpa contiguo al viejo edificio del Palacio de Comunicaciones Eléctricas (Hoy HONDUTEL).
A la bulla salieron muchos vecinos y avisaron a mi mamá, quien rogándolos convenció a los cuilios a que me quitaran las esposas y nos fuimos los cuatro caminando hacia el cuartel de la Policía.
Al llegar, me recibió un uniformado y me remitió a una celda, a pesar de los ruegos de mi mamá. Había celdas para ladrones; borrachos escandalosos y criminales que habían herido o matado a alguien. Como yo no caía en ninguna de esas categorías, me metieron a la celda de los bolos, no obstante estar completamente sobrio. Solo nervioso y más zurreado que un palo de gallinas.
La celda hedía a diablos. A vómitos, excrementos y otras inmundicias. No pegué un ojo en toda la noche arrimado a las rejas de la cárcel y por la mañana formamos para ir a cortar zacate para los caballos de la Policía Montada.
En eso estaba cuando alguien gritó mi nombre y me ordenó que rompiera filas y me presentara a la oficina del jefe de Tránsito, que era en ese tiempo el mayor Luis Aguilar González (QDDG), quien ya se encontraba platicando con mi mamá.
Después de una regañada, ordenó que me liberaran y me dijo que me presentara al día siguiente para hacerme una prueba de manejo y que si la pasaba me extendería una licencia provisional.
El lunes a buena mañana me presenté al despacho del mayor Aguilar quien que ordenó subir a un chacharón de la Policía y nos dirigimos a la empinada Cuesta Lempira. A media cuesta me ordenó parar y volver arrancar varias veces hasta que quedó satisfecho y nos fuimos a dar una vuelta por Tegucigalpa, observándome cómo hacía alto en las calles, daba pasada a los peatones y atendía las señales hechas por los policías de Tránsito subidos en una tarima y bajo un paraguas. Regresamos a la Policía, me dio la licencia provisional y me dijo que regresara al cumplir los 18 años para extenderme la licencia definitiva, una libretita que todavía conservo como un recuerdo de aquella inolvidable aventura juvenil.
Nada que ver con la manera en que extienden las licencias ahora. El marchante paga, le toman la foto y sale licencia en mano, a hacer diabluras por esas calles de Dios.