Cervantes y el español

Por: Juan Ramón Martínez

No recuerdo que los profesores de la primaria nos hayan hablado de Cervantes. Aunque eran buenos formadores, la información que trasmitían era muy limitada.  Entonces cada quien tenía que tener sus libros. Ya había cerrado la librería “Meléndez Brand”. Y en la escuela Chacón, no existía una biblioteca. Apenas recuerdo, tres textos, pasta roja de “El Tesoro de la Juventud”. Algunos libros argentinos y la revista Biliken. Las primeras lecturas informales, las hice recogiendo fragmentos del Diario Comercial del suelo (allí supe de Corea; debió ser en 1953), después que en vacaciones en la casa de mis padres en la Jigua, Arenal, leí, con lágrimas en los ojos “Genoveva de Brabante”, que García Márquez refiere en “Vivir para Contarla” que “le leyera Juana de Freytes” (página  57). Yo lo hice a escondidas de doña Mencha, que después de la  faena matutina, al mediodía, la sacaba de abajo del colchón de la cama y leía. Como estaba muy cansada  -estaba de pie desde las 3 de la madrugada,  preparando la comida para la familia y para 20 hombres solteros, que le pagaban un lempira al día-  por lo que a la primera página,  se quedaba dormida. Aprovechaba entonces para leer la novela que, con su historia desgarradora, provocó mis primeras  lágrimas literarias. Después, en los papeles del abuelo Victoriano Bardales, encontré un ejemplar de Selecciones de Reader Digest que incluía de Julio Verne, “De la “Tierra a la Luna”. Y que leí con admiración.

Pero en cambio, los profesores tenían sumo cuidado y preocupación porque habláramos bien el español. Nosotros, veníamos de hogares diferentes. Los provenientes de familias platicadores, enviaban a la escuela niños dialogantes, inquisitivos y más listos que, los de hogares represivos, en donde el silencio era el precio de la sumisión al arbitrario proceder del padre. Por ello, la primera clase que recibíamos, todas las mañanas, era la lectura y después la escritura. La primera era más divertida y, para mi gusto, más competitiva. Cada uno tenía su libro de lectura, que cargaba en un bolsón de azulón, que mantenía cruzado sobre el pecho, junto a un “cuaderno único”, lápiz de grafito,  borrador y canutero. Después, en los grados superiores, se llevaba una regla, un tintero, un transportador y un compás. El profesor, después de saludarnos y nosotros responderle en coro, abría la página correspondiente del libro y ordenaba, mencionando nuestros nombres  -nos conocía a todos, incluso sabía nuestros apodos, como lo descubrí años después con  Quincho Reyes–  ordenaba que leyéramos. Había que hacerlo de corrido, respetando las pausas que indicaban las comas, los puntos y comas, los puntos y seguido; y punto y aparte. Si decíamos una palabra impropia nos corregía, obligándonos a que la dijéramos bien. Después, mencionaba a otro para que continuara, De forma que todos teníamos que estar atentos, porque con seguridad, en esa hora de clase por lo menos, la mitad tenía que ejercitarse. Si leíamos bien, el profesor nos felicitaba. Si lo hacíamos mal, nos corregía y nos recomendaba que practicáramos en nuestra casa. Algunos tenían más problemas que otros. Los tartamudos, la pasaban muy mal. Y los que tenían alguna forma de dislexia  -desconocida entonces- se saltaba de un renglón a otro, con lo que se equivocaba. Mucho tiempo después, tuvimos un expresidente con problemas disléxicos, que cuando debió leer el discurso inaugural, incapacitado, dijo a su secretario, “toma esa papada”. Y se puso a decir bobadas y lugares comunes. No había estudiado en Olanchito, desgraciadamente para él.

Pero había un profesor más celoso que todos. Se llamaba Cecilio Dueñas Quezada. Era poeta y más maduro que todos sus colegas. Había supuesto que la presencia de las compañías bananeras y el uso de la jerga inglesa, le hacía daño al español. Cuando alguien decía “daime”  -20 centavos-  corregía en voz alta y amenazaba con castigarnos. Y mucho más cuando alguien decía “yarda”, “guachimán” o “way”. Se enojaba mucho. Lo que al final nos obligó a descubrir que el español  no solo era importante, sino que superior al inglés. Con él aprendimos el valor de la palabra y la importancia del español. Lisandro Quesada llamó a Olanchito, “ciudad de la Palabra”  Después conocimos a Cervantes, leyendo  el Quijote de la Mancha. Unos, nos hicimos escritores. Otros diputados.