Lecturas paralelas

Por Segisfredo Infante

En una conversación simpática con la buena escritora Denise Vargas, le confesaba que uno debiera precisar sus lecturas centrales; las colaterales; y aquellas lecturas periféricas que sirven para relajarse o pasar el instante. Las lecturas de los libros centrales deben ser lentas, minuciosas y profundas, como las de los libros de Filosofía, de alta Teología e incluso de ciencias económicas. Las colaterales, quizás menos profundas, habrán de ser como un refuerzo para las lecturas centrales, como la Historia, la Física y la buena y excelente Poesía. Y las lecturas periféricas pueden ser tan variadas como lo indique la ocasión o el gusto estético de cada cual. En mi caso personal las novelas son lecturas periféricas, a menos que se trate del “Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha”, o “El Nombre de la Rosa”, que se vuelven centrales. Pero claro, estoy hablando de mi interés particular, que difiere de los intereses de otros lectores, más versados que yo en este y otros asuntos, como George Steiner, que está ponderado, en la actualidad, como uno de los hombres más sabios del mundo. Espero que tal sugerencia sea cierta, pues siempre me ha gustado, desde hace varios años, leer críticamente al señor Steiner.

Sin embargo, en la adolescencia es harto difícil definir o precisar la jerarquía de las lecturas, sobre todo porque la mayoría de los adolescentes, en los países en vías de supuesto desarrollo, carecen de libros, de orientadores y de bibliotecas. En sus hogares a lo sumo lo que podrían encontrar, en el mejor de los casos, es una “Biblia” de Casiodoro de Reina y de Cipriano de Valera; o una “Biblia de Jerusalén, revisada y aumentada”. En este punto recuerdo que mi abuela materna me obsequió, a los nueve años de edad, una hermosa “Biblia”, que me senté a devorar de inmediato. Pues un pequeño diccionario escolar y aquella sola Biblia eran lo único que “poseía”, más los inmensos deseos de leer.

Durante mi adolescencia me topé con varias encrucijadas. Por un lado los hermosos y recios libros sobrevivientes de la vieja Biblioteca Nacional; y los de los buenos autores hondureños que me había ganado en un concurso de oratoria; y por otro lado los manualitos estereotipados de materialismo histórico y dialéctico que comenzaban a circular por doquier, y a enajenar a la juventud con verdades prefabricadas y “absolutas”. En las esferas estudiantiles, universitarias y de secundaria, era casi un “pecado” alejarse de los susodichos manualitos. Sobre este capítulo vidrioso conversamos con Matías Funes (extra-cámaras) en el contexto de un programa televisivo, un mes antes que el amigo falleciera, en forma prematura, dejando un vacío entre nosotros. “Matiítas” también había sido víctima de aquellos manualitos unilaterales, superficiales y absolutizantes.

Casi simultáneamente, como para liberarme de un modo inconsciente, de tales ataduras teoréticas manualescas, y quizás por inclinaciones poéticas (es la primera vez que  exteriorizo esta intimidad), me senté a realizar unas lecturas paralelas “pecaminosas”, tales como la literatura budista, la taoísta, la judía, la esenia y un poquito la confuciana. La filosofía y la literatura orientales me servían como vía de escape desde un dogmatismo adolescente compartido e indomeñable, en donde las verdades ya estaban “hechas”, tal como ahora mismo las perciben los jóvenes que comienzan a leer una suerte de marxismo-estalinismo tardío, abonado por los pasquines del caricaturista “Rius”. Otro mecanismo liberador es que a los diecinueve años de edad comencé a pretender leer la “Filosofía del Espíritu”, y la “Fenomenología”, de Guillermo Hegel, pues las verdaderas lecturas hegelianas, como las de Ortega y Gasset, han enriquecido mi precaria existencia.

Volviendo al tema de las lecturas paralelas orientales, es saludable que cualquier lector occidental desprejuiciado, se sumerja por algún tiempo en las palabras del antiguo pensador chino Lao Tsé, con su famoso “Tao-te-Kin”. Pero sobre todo es prudente que alguien interesado en los temas de las letras, del Estado, de la familia, de los valores espirituales y de los amigos, incursione en forma sostenida en las “Analectas de Confucio”, un pensador civil interesado en los temas morales, casi en el mismo nivel de importancia en que le interesaban al moralista Sócrates. Al leer a Confucio, a Mencio y a sus discípulos, encontraremos que algunos postulados occidentales ya habían sido pronunciados y defendidos por algunos pensadores chinos, sobre todo por Lao Tsé y el gran Confucio.