Por los caminos de la filosofía

Por Dagoberto Espinoza Murra

Segisfredo Infante es, en los momentos actuales, un diligente promotor de la cultura. Antes los fueron Froylán Turcios, Marcos Carías Reyes, Rafael Heliodoro Valle, Alfonso Guillén Zelaya, Medardo Mejía y Ramón Oquelí, entre otros. Todos ellos se valieron de la palabra escrita para la difusión de su pensamiento: Periódicos, folletos, revistas y libros recogen sus valiosos aportes a la bibliografía nacional. El ensayo, la novela, el teatro, el cuento y la poesía han sido manejados con maestría por estos distinguidos hondureños, creadores de cultura, quienes, a excepción de Segisfredo, ya partieron hacia lo ignoto.

Segisfredo tiene la suerte de contar con el auxilio de la televisión para difundir sus ideas y con frecuencia comparte con sus invitados temas de cultura general. Aunque su formación académica es como historiador, navega con facilidad por los mares de la filosofía y la literatura. Como columnista de este rotativo nos brindó recientemente dos interesantes artículos: El primero se titula “Cómo leer Filosofía” y, el segundo, “Entre filosofía y política”.

A estos -a pesar de ser lego en la materia- me referiré en los siguientes párrafos.

Mi primera experiencia con la palabra filosofía fue casual e ingenua: Siendo un alumno de quinto grado de primaria, un vecino del pueblo, muy devoto de todos los santos del templo, nos decía que “diosito”, con su poder divino, movía el sol, como si fuera una naranja, y por eso lo mirábamos todas las mañanas aparecer por el cerro El Mogote. Ya en clase, el maestro -mi padre- nos daba una explicación diferente. “No es el sol el que gira alrededor de la tierra; todo lo contrario, es nuestro planeta el que gira alrededor de aquel y, en su movimiento de rotación, da lugar al fenómeno del día y la noche”. Luego hacía referencia a grandes sabios que por haber mantenido esta posición científica fueron excomulgados. “Algún día -aconsejaba- leerán textos filosóficos para comprender mejor estas cosas” y mencionaba a Sócrates, Platón y Aristóteles, entre los griegos y a Descartes y Spinoza, de otras nacionalidades.

En la secundaria recibimos la clase de Filosofía. El profesor era un estudiante de Derecho, de apellido Rodríguez y el texto recomendado era de un autor chileno. En los colegios religiosos se leía el librito del padre Laureano Ruiz. Con un compañero de aulas normalista, Mario Membreño, recordamos aquellas conferencias impregnadas de neopositivismo y las acaloradas discusiones que se generaban en el aula. Eran años de convulsión política en el área centroamericana: En Honduras se gestaba la gran huelga bananera y nuestro territorio sería prestado a los mercenarios que invadieron Guatemala para derrocar al gobierno progresista de Jacobo Árbenz Guzmán. En más de una ocasión surgió la pregunta si la filosofía servía de algo para explicar aquellos fenómenos de gran trascendencia. Con los años la respuesta se ha vuelto evidente: La concepción filosófica del mundo y de las cosas del Estado por los grupos dirigentes de una nación, determina comportamientos en favor de las grandes mayorías o de pequeños grupos de poder; de luchas por la paz o la guerra.

Ya en la Universidad -lo he referido en otras ocasiones- compartía la salita de estudio con mi hermano Randolfo y su compañero de curso, Mauro. Ellos estudiaban Derecho y yo Medicina, por lo que a media noche, ya cansados, hablábamos de temas filosóficos. Ellos tenían como texto el libro “Lecciones Preliminares de Filosofía”, del español Manuel García Morente. Uno de los capítulos que más atraía la atención de los tres es el que se refiere a los valores. Es un texto didáctico, pues recoge las conferencias del autor en la Universidad de Tucumán, Argentina. Su prólogo, escrito por Eugenio Pucciarelli y Risieri Frondizi, nos deleita al leer: “Enseñar filosofía no consiste en informar o ilustrar al discípulo acerca de pormenores que fatigan la memoria, sino suscitar en su ánimo el nacimiento de los problemas y despertar la necesidad de encontrarles perentoria respuesta; hacer que el enigma hunda su aguijón en la carne del neófito y que este se sienta arrastrado por la incógnita experimentada como angustia propia”.

Para un cumpleaños mi padre me obsequió Los Diálogos de Platón y comencé a leer con entusiasmo la apología de Sócrates. Un licenciado, amigo de la casa, me pidió la opinión sobre lo que leía y le dije que Sócrates, en palabras de Platón, era un hombre extraordinario y que todo mundo debería conocerlo. “Mire joven -me dijo- para entender esa obra tiene que comenzar leyendo los presocráticos” y mencionó varios nombres. Aquellas inoportunas palabras me separaron de las lecturas filosóficas por un año.