Metamorfosis del espacio habitado

Noé Pineda Portillo    
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Parafraseando al gran maestro brasileño Milton Santos, un apasionado de la geografía humana y con quien tuvimos el honor de participar en un conversatorio en Río de Janeiro hace algunos años, referimos este artículo con vistas al futuro de nuestro país y la humanidad.

Damos por entendido que espacio habitado y ecúmene son sinónimos. Esas expresiones forman parte del lenguaje de la geografía y de las otras disciplinas que estudian el espacio terrestre. En nuestros días, como ya lo decía hace años, el gran geógrafo francés Maximilien  Sorre, “el hecho principal es la ubiquidad del hombre”, capaz de habitar y explorar los más recónditos lugares del planeta. No se puede poner en duda, hay que recordar los viajes interplanetarios y el paso del hombre sobre la luna, como conquistas del ingenio del hombre. Pero la tierra sigue siendo la morada del hombre.

El problema del espacio habitado puede ser abordado según el punto de vista biológico, por el reconocimiento de la adaptabilidad del hombre, como individuo, a las más diversas altitudes y latitudes, los climas más diversos, las condiciones naturales más extremas. Uno u otro abordaje, es el que ve al hombre no solamente como ser aislado, sino como un ser social por excelencia. Podemos así comprender la manera como la raza humana se expande y se distribuye, acarreando sucesivos cambios demográficos y sociales en cada continente (pero también en cada país, en cada región y en cada lugar). El fenómeno humano es dinámico y una de las formas de revelación de ese dinamismo está, exactamente, en la transformación cualitativa del espacio habitado.

La expansión de la población mundial. La población mundial le llevó algunos milenios antes de encontrar, en los  dos últimos siglos, un proceso de crecimiento sustentado. Antes, la curva de la población total, en los diversos continentes, regiones y países, oscilaba considerablemente y sobre todo a favor de factores naturales. Cuando fue posible trasladar y adaptar especies vegetales y animales de un lugar a otro, los riesgos del hambre resultantes de cosechas desastrosas disminuirían. Cuando los progresos de la navegación permitieron que los navíos fuesen mayores y más veloces, fue posible transportar de un continente a otro grandes cantidades de cereales y de carne, al aparecer los navíos frigoríficos. Los avances de la industrialización y su repercusión en todo el mundo llevan un progresivo aumento de bienestar, aunque también malestar con el traspaso de enfermedades, aunque desigualmente distribuidos. Los progresos de la medicina, lentamente obtenidos en los siglos anteriores se multiplican desde el siglo
anterior. Entonces, el crecimiento demográfico se torna estable gracias a la normalización de la mortalidad y al aumento de la natalidad. Dicho sea de paso, esos últimos fenómenos son mucho más sensibles en los países “subdesarrollados”. De la inestabilidad de la curva demográfica, pasamos a un crecimiento galopante de la población mundial.

La aceleración de la expansión demográfica es abrumadora. Entre la época neolítica, cuando existió la gran revolución que generó el homo sapiens, hasta los inicios de la cristiandad,  la población del planeta apenas se duplica, pasando de cien a doscientos cincuenta millones de habitantes. Para que la población se duplicara otra vez, fueron necesarios casi quince siglos, entre la época romana y el reinado de Luis XIV, sumaban 500 millones para alcanzar 545 millones en 1750. De allí para acá, la aceleración se vuelve vertiginosa. Hoy, calculando al 2015 se estimaban 7.3 mil millones de habitantes. Ahora tenemos que reflexionar urgente para solucionar los problemas derivados de ese fenómeno.