Años de completa confusión

Por: Segisfredo Infante
En 1983 Octavio Paz publicó un libro de alrededor de doscientas páginas bajo el título de “Tiempo Nublado”. Aquellos días complejos (que de alguna manera anunciaban los años que hoy teatralmente viviríamos en neblinoso peligro) resultan más o menos claros para nosotros los sobrevivientes, porque las cosas estaban más o menos despejadas desde el punto de vista de la confrontación “Este-Oeste”, o de la famosa “Guerra Fría”, aun cuando el escritor mexicano trataba de mirar más al fondo de aquellos acontecimientos universales y cotidianos, que eran analizados con simplismo extremo por muchos partidarios de uno u otro esquema mundial. Casi el mismo simplismo que se hoy se detecta cuando se habla, con triunfalismo excesivo, de la globalización de ciertas tecnologías de punta de corto plazo, y del capitalismo financiero abusivo, a veces desbocado como lo han percibido algunos “gurús” occidentales de la economía mundial.
Octavio Paz reconoce de entrada que él no es ningún historiador, razón por la cual trata de analizar, en su libro, los acontecimientos de su época (finales de los setentas y comienzos de los ochentas), recurriendo a algunas cosmovisiones de la vieja cultura maya y de la civilización francesa contemporánea que le era tan querida, haciendo derivaciones más o menos filosóficas, por aquello de su indiscutible influencia recibida de José Ortega y Gasset. Pero digamos que en varias de sus observaciones acierta, sin profundizaciones históricas, tanto en los temas de las frágiles democracias como en los capítulos contrapuestos de aquellos totalitarismos y de los ya consabidos terrorismos, que quizás dejarían en estado cataléptico al mismo Octavio Paz, si hoy continuara viviendo y observando fenómenos parecidos al mal llamado “Estado Islámico”, porque los acontecimientos de aquellos años son como caricaturas anticipadas de los extremismos y de las chabacanadas que experimenta nuestro planeta en los años realmente confusos que ahora mismo vivimos y padecemos. Extremismos de diversa índole que han venido a socavar los valores occidentales que venimos difundiendo desde hace algunas décadas y siglos. Es decir, la “Civilización Cristiana Occidental”, fundada por las dinastías de los merovingios y de los carolingios (principalmente por Carlomagno) en los alrededores del siglo ocho de la era actual, hasta reconvertirla en una forma difusa de democracia greco-romana moderna, en los tiempos de la revolución francesa, con extremistas, moderados y ambiguos, y con el liderazgo continental indiscutible de Napoleón Bonaparte.
Durante varios años y en diferentes artículos, hemos afirmado y reafirmado que la democracia occidentalizante crea, desde sus entrañas, las condiciones para destruir a la democracia misma. Esto es, “Occidente contra Occidente”, como advertía André Glucksmann, un reconocido filósofo francés que falleció el año pasado. Somos demasiado permisivos y coexistimos en una época de casi completa confusión en que casi nadie puede diferenciar el concepto de “libertad” con el del “libertinaje” cuasi-pornográfico. Mucha gente camina por las ramas más frágiles y le teme a la solidez de las cosas. Pasamos los días enfrascados en discutir los detalles tácticos de la democracia y perdemos de vista los problemas estratégicos de la misma, creados muchas veces desde los centros metropolitanos del mundo, que llegan por oleadas a las periferias de las periferias, como el grave problema del narcotráfico continental. Y es que mucha gente desconoce y rechaza el pensamiento sobrio y profundo de “los pocos sabios que en el mundo han sido” (Fray Luis de León) y que siguen dando luces, porque los anti-intelectuales y anti-sabios prefieren las actitudes políticas de los cocodrilos, que abren las tapas para ofender a todo mundo, ya sea por instinto biológico, por envidia a los rayos solares o para atrapar y triturar a cualquier víctima que se cruce en sus fangosos caminos, pues si hay algo que molesta sobremanera a los cocodrilos metafóricos de todos los tiempos, es el pensamiento recio y más o menos autónomo, con fundamentos filosóficos e históricos caracterizados por una amplia mirada sobre la humanidad, sin encariñarse demasiado con una sola época histórica o forma institucional, que es la que produce los callejones sin aparente salida.
Nuestro admirado y respetado Estados Unidos de Norte América está cruzando unos de los momentos de ruptura de lenguaje y de otras rupturas más difíciles de su historia, con probables repercusiones para países frágiles y vulnerables como Honduras. Desde luego que muchos buscarán la manera de encontrar un chivo expiatorio, dentro de nuestro propio territorio hondureño, para achacarle la culpa de las desgracias universales. Necesitamos espíritus fuertes y equilibrados como el de San Agustín frente a la caída del “Imperio Romano de Occidente”; o como el de Napoleón Bonaparte frente a las miserias extremas sanguinolentas provocadas por los más enfebrecidos dirigentes de la revolución francesa, que nada sabían de historia económica; ni tampoco de la misma tolerancia que parecían predicar de los labios para afuera. No se hagan ilusiones, este sólo es el comienzo.