EN países como Honduras hemos observado unos acelerados procesos de aculturación (o de inculturación como dicen otros) que vienen a socavar las tradiciones positivas de cada pueblo, que cuando menos eran parte de aquello que llamaríamos “identidad”. Uno de esos sucesos culturales importados son los espectáculos de “Halloween”, que se observan en vísperas del Día de Difuntos, en donde lo central son las máscaras de brujas y de otros monstruos, que nada tienen que ver con las fiestas nacionales en que se recuerda a los seres queridos que partieron hacia el otro mundo; ni mucho menos con el guancasco, que ha sido una mixtura de costumbres de origen lenca ensambladas con fiestas españolas, es decir, de “judíos, moros y cristianos”; o viceversa. Porque al final el guancasco es una fiesta mestiza que comenzó a elaborarse, o a surgir espontáneamente, desde los tiempos coloniales, como resultado de un sincretismo cultural.
Otras costumbres que se han venido perdiendo se vinculan a la larga temporada navideña, que chocan hasta con las formas de vestir de los citadinos; pero también de los campesinos que en las fiestas patronales y dicembrinas se vestían con sus mejores atuendos ya fueran de casimir blanco o con camisas y pantalones de manta blanca, tal como se observa en algunas viejas fotografías de comienzos y de mediados del siglo veinte. Los campesinos andaban descalzos pero dignamente vestidos. Hoy todo mundo piensa que la mejor forma de vestir, en cualquier época del año, son los pantalones y camisas de “mezclilla”, que originalmente fueron pensados para los estudiantes vinculados a los colegios de agricultura y ganadería. Hasta los europeos han terminado imitando estas formas de vestir, como si fuera algo universal que nadie debe discutir, al margen de los fueros nacionales y de las costumbres centenarias de sus propios pueblos. Así que utilizar, indiscriminadamente, las ropas de “mezclilla”, es una forma de anunciar la ausencia de identidad colectiva y de personalidad individual. Es curioso que muchos atacan cualquier globalización pero imitan, consciente o inconscientemente, las costumbres de la Metrópoli del Norte, sin ningún sentido de pertenencia nacional o regional. Cuando viajan, los mal llamados anti-imperialistas, lo primero que hacen es visitar los supermercados, para adquirir algunas prendas que se encuentran en los supermercados locales.
Las viejas costumbres, sean buenas, malas o regulares, son aquellas que identifican los modos peculiares de ser de un pueblo o de una nación específica. Y las reflexiones pertinentes, hacia adentro y hacia afuera, deben explayarse en torno de estos temas, con el objeto de lograr una conjugación equilibrada entre los valores nacionales y los universales. Porque también significaría un error mayúsculo agachar la cabeza, a fin de ignorar todo lo que acontece en el resto del planeta, bajo la óptica expansiva que existen cosas nuevas que son buenas; pero igualmente hay otras que son muy malas; o corrosivas para los individuos y la sociedad.
Un tema que reaparece en cada Navidad, es el de las exhibiciones pirotécnicas, que en la capital y en otras partes suelen ser prohibidas, pero que igual, cada año que pasa las “tronazones” son más ensordecedoras y peligrosas. Como son parte consubstancial de la cultura hondureña en épocas navideñas que niños, jóvenes y adultos aguardan impacientemente para meterle fuego y hacer explotar la diversidad de productos de pólvora que ahora se fabrican, una solución podría ser que el Estado, o personal de cada municipalidad, se encarguen del manejo de la cohetería de la temporada y de los días especiales, tal como lo hacen los chinos que son los que más han acumulado experiencia en esta materia. En los países del Lejano Oriente, son las autoridades las encargadas del tema pirotécnico, pues se trata de una costumbre milenaria que jamás van a abandonar. En Honduras deberíamos repensar el asunto.