EN LA SUPERIOR DEL PROFESORADO, FORJARON MI CARÁCTER Y ME DIERON UNA MISIÓN

Por: Juan Ramón Martínez
En noviembre de 1960 me gradué en Profesor de Educación Primaria. En febrero de 1961, por recomendación de Lino E. Santos, me integré como profesor de la Escuela “Modesto Chacón”, donde había realizado mis estudios primarios. El director era Renato Quezada, hombre bueno, culto y democrático, que, me asignó el sexto grado. Posteriormente me enteré que fui objeto de una excepción de la regla que los recién graduados, debían empezar encargándose del primer grado, fue que los alumnos que serían mis primeros discípulos, habían protestado porque el maestro que les correspondía, era muy fuerte en el trato, cosa que consideraban insoportable. Ante el dilema, el director Quezada, les ofreció mi nombre el que aceptaron inmediatamente. El sueldo asignado fue de 130 lempiras mensuales; pero como el gobierno pagaba con retraso, vendíamos los cheques a los “turcos”, los que por anticiparnos el dinero, nos cobraban cinco lempiras cada vez.
1961 y 1962 fueron años muy importantes en mi vida en Olanchito. Obtuve satisfacciones como educador, forjé importantes relaciones con los colegas, al extremo que siendo tan joven, me eligieron Presidente de la Asociación de Maestros de Olanchito, sucediendo al maestro de generaciones Francisco Murillo Soto; consolidé mi condición de líder de opinión al administrar y dirigir el semanario “Patria” -mismo que fue clausurado por quejas de los líderes del Partido Nacional, por la propietaria de la imprenta, doña Caridad de Ponce, madre de Tomás Ponce, actual alcalde municipal de la ciudad cívica- y, lo mejor: dirigía con Juan Fernando Ávila, un noticiero radial diariamente, en horas del mediodía, en Radio Mercurio, una emisora, la primera, fundada por Luis Enrique Aguiluz, a un agrónomo del Zamorano que le gustaba mas el cine y la comunicación radial, que el cultivo de verduras o andar de pueblo en pueblo, enseñando técnicas agrícolas. Sentimentalmente había consolidado una relación afectiva con quien había sido, en los años iniciales de secundaria, mi primera novia. La única preocupación era la salud del abuelo Victoriano Bardales Núñez, que afectado por una enfermedad urinaria, veía que declinaba su calidad de vida. Cuando supo en 1962, de los planes de continuar estudios en Tegucigalpa, me pidió que no lo dejara solo. Dijo “no me quiero morir solo; no te vayas hasta que yo haya muerto”. Su fallecimiento ocurrió el 5 de abril de 1962. Junto a la pena inmensa por quien fuera un padre adicional que me diera la vida, además de Juan Martínez que para entonces residía en Nerones Isletas, Colón, junto a mi madre doña “Mencha” y mis hermanos menores, me impuse el compromiso que al año siguiente viajaría a Tegucigalpa a estudiar. No tenía que volver atrás. Sentía nostalgia de la popularidad que gozaba, y los sentimientos amorosos que me provocaba la que creía que estaba llamado a ser mi esposa. A finales de 1962, llego a Olanchito, después de cursar su segundo año en la Escuela Superior, Darío E. Turcios, mi gran amigo de la secundaria en el Francisco J. Mejía. En una conversación, me preguntó, que pretendía hacer de mi vida. Dijo que si me quedaba en Olanchito estaba perdido. Y que terminaría siendo alcalde municipal. Y que de allí no pasaría. Lo dijo con tal seguridad que me impactó enormemente. Ante la firmeza de sus palabras, -explícito deseo que siguiera su ejemplo-, esa noche tomé la decisión de participar en la selección de la Escuela Superior del Profesorado para imitar a Dionisio Puerto, Candiano Lozano, Darío Turcios, Horacio Reyes Núñez, José Antonio Murillo y Teresa Nasser, la mejor estudiante de mis años de secundaria y a quien nunca superé en número de sobresalientes, de forma que siempre ocupé el segundo lugar. Todos ellos, graduados distinguidos e incluso profesores y directores de Colegio, como era el caso de Lozano que dirigía el Instituto de Trinidad, Santa Bárbara.
En el mes de diciembre de 1962, hice los exámenes en el Trinidad Reyes de San Pedro Sula para estudiar Ciencias Sociales. Como no me habían pagado el cheque y carecía de ahorros, tuve que recurrir a un préstamo de ochenta lempiras, que me hiciera Mauricio Ramírez, compañero en el “Bloque de Prensa” de la ciudad. Él era el corresponsal del diario El Día de Tegucigalpa. En una ciudad liberal como Olanchito, don Mauricio Ramírez no era muy popular. Cuando referí que gracias a él, había viajado a Tegucigalpa, me decían mis amigos, en broma por supuesto, que era la salida que yo le había permitido para alejar a un competidor político. Por supuesto, siempre me he negado a aceptar semejante conclusión, de una relación en donde privaba el respeto mutuo y la consideración.

 Juan Ramón Martínez, lee un discurso en homenaje a Francisco Morazán, en septiembre 15 de 1963.
Juan Ramón Martínez, lee un discurso en homenaje a Francisco Morazán, en septiembre 15 de 1963.

A finales del mes de enero, por Diario Matutino, de HRN de Tegucigalpa, leyeron la lista de ganadores de la beca para ingresar a la Escuela Superior. Allí estaba mi nombre. El 13 de febrero en avión, viajé de Olanchito a Tegucigalpa. Anticipadamente tenía concertado el hospedaje en la residencia del hogar formado por don Irene Alvarado y su esposa doña Eva, ubicada en la Guadalupe. El 14 de febrero de 1963, me presenté a clases por primera vez en la Escuela Superior del Profesorado, cuyo edificio estaba frente al ahora hospital Viera. Eran mis compañeros, Gustavo Banegas, Alfonso Mendoza, Alejandro Perla, Teresa Núñez, Zoila Hernández, Melba Zúniga, Claudia Mejía, Vilma Zaldívar, Zulema Ewens, Marina Alicia Chávez, Estela Castro, Edwin Leiva, Austroberto Núñez, Flor Alicia Valladares, Concepción Guedes (brasileña). En total, no creo que los estudiantes de todas las carreras: Sociales, Letras, Educación, Ciencias Naturales y Matemáticas, fuésemos más de 200. El Director de la Escuela era el Lic. Horacio Elvir Rojas, muy influyente en mi vida personal. Por su natural simpatía con la que me acogió, y por el hecho que desde el principio me trato como un líder en el que él veía, un futuro singular. Junto a Orlando Iriarte, alumno de tercer año de Ciencias de la Educación, que luego fue uno de mis mejores amigos, activamos para buscar la dirección de la política estudiantil. El Presidente de los estudiantes era mi compañero Darío Turcios. Y en la fórmula de Iriarte, con la cual derrotamos holgadamente a Carleton Corrales, figuraba yo, aunque era de primer año de Sociales, como representante estudiantil ante el máximo órgano de gobierno de la Superior, el Consejo Técnico. Cosa que, no dejó de llamar la atención de más de alguno de los profesores y estudiantes, más apegados a las reglas. Porque ese cargo era, normalmente, para los de tercer año. Después fueron Directores de la Escuela Superior, Rafael Bardales Bueso (1964) y Luis Alberto Baires (1965).
Posiblemente los profesores no eran tan calificados, en términos de títulos académicos, como ahora. Los que tenían calificaciones más altas eran licenciados. La mayoría eran egresados de la Escuela Superior misma, de la de El Salvador y de la UNAH. Noé Pineda Portillo, Ibrahim Pineda, Marco Tulio Mejía, Godofredo Figueroa Rush, Edmunda Pascua Perdomo y Raúl Paz Ardan, eran egresados de la institución. Alberto Baires era titulado en la Escuela Normal Superior de El Salvador y con estudios de psicología en Ginebra, Suiza. Guillermo Mayes tenía una licenciatura en Historia de la Universidad San Carlos Borromeo de Guatemala. Egresados de la UNAH, eran el doctor Guillermo E. Durón, Carlos M. Gálvez, exministro de Educación en el gobierno de Juan Manuel Gálvez, Rafael Bardales Bueso y Alejandro Rivera Hernández, abogado de muchos méritos y escritor muy destacado. Andrés Morris era un español, con inclinaciones artísticas que servía clases en la sección de Letras, Guaringa, un peruano que lo hacía en matemáticas e Ivo Riveiro, profesor brasileño de danza moderna, al que intentó enseñarle ballet a Zulema Ewens. Los profesores visitantes de la Unesco hacían la diferencia para entonces. Recuerdo al Doctor Campillo y al Doctor Santiago Hernández, pedagogos reconocidos internacionalmente. Sin embargo, en su conjunto, lo que destacaba no era tanto el contenido informativo, sino que el énfasis estaba puesto en formarnos para la misión que nos correspondía desempeñar. Que no solo debíamos sustituir a los profesores que servían clases en media sin estar formados para ello, sino que además, contribuir en la formación de las nuevas generaciones y consolidar las reformas educativas que habían empezado Manuel Antonio Santos y Jacinto Zelaya Lozano. Tal era el énfasis, que nos llamaban profesores alumnos; todos éramos becarios y se nos exigía un alto rendimiento, de forma que quien fallaba en una clase en el semestre, perdía automáticamente el derecho de continuar estudiando en la Superior. Todo ello nos provocaba un alto sentido de responsabilidad. No solo era un honor ser de la Superior, sino que además, una obligación rechazar que nos confundieran con los universitarios, a quienes veíamos de arriba para abajo. Lo que nos obligaba a ser los mejores maestros, que más conocíamos las materias que enseñábamos y los que mejor nos comportábamos como docentes ejemplares. Distinguía mucho decir que uno era egresado de la Superior, al extremo que una vez me preguntaron si era universitario, respondí: no me confunda, “yo soy de la Superior”.
Convivencia con maestros. JRM con Noé Pineda Portillo (Sociales; e Ibrahim Pineda (Matemáticas), compartiendo en el Hotel MacArtur, 1963.
Convivencia con maestros. JRM con Noé Pineda Portillo (Sociales; e Ibrahim Pineda (Matemáticas), compartiendo en el Hotel MacArtur, 1963.

En noviembre de 1965 nos graduamos Marina Alicia Chávez, Zulema Ewens, Claudia Mejía, Zoila Hernández, Melba Zúñiga, Gustavo Banegas, Estela Castro y yo. Posteriormente lo hicieron, Alejandro Perla y Alfonso Mendoza. A los actos de graduación llegó Osvaldo López Arellano, presidente de la República y Rafael Bardales Bueso, exdirector de la Superior, pero para entonces, Ministro de Educación, al que respetaba muchísimo. Aunque yo era el Presidente del Consejo Estudiantil, los profesores creyeron que un discurso mío podría ser inconveniente para el futuro de la Escuela Superior y para el suyo propio. Para sustituirme, escogieron a Marina Alicia Chávez, mi querida compañera. Y al momento de seleccionar a los mejores alumnos, a ella le dieron la medalla de oro y a mí la de plata, es decir el segundo lugar. A la distancia de los años, creo que la primera decisión estuvo desacertada, porque me impidieron el placer de reclamarle a Osvaldo López Arellano, en su cara -y frente a todos- por la violación del sistema democrático, al dirigir el derrocamiento del presidente Ramón Villeda Morales, dos años antes. En lo segundo, acertaron. Marina Alicia Chávez, era mejor estudiante que yo, de más vocación magisterial, al grado que se quedó en la institución, donde hizo una valiosa carrera como educadora e investigadora que, honra a quienes siempre la quisimos como una hermana menor, a quien cuidábamos de los asedios de los enamorados inoportunos. Y en los que, no confiábamos, ni por un momento, a Marina Alicia, la niña de nuestros ojos.
Después de 51 años, “nosotros los de entonces”, ya no somos los mismos. Y la Escuela Superior, la querida alma máter, se ha transformado en la Universidad Pedagógica, Francisco Morazán. El énfasis se ha centrado más en los contenidos, en la investigación pedagógica, que en la misión de sus egresados y en el carácter de la misma como líder de todo el sistema educativo nacional. Además, por el aumento de la demanda, como efecto del crecimiento de la población, lo que la ha obligado a masificarse en forma tal que, se centre, posiblemente en contra de sus deseos, en el número más que en la calidad y la influencia suya en el ambiente educativo nacional. Ahora se tienen nuevas percepciones de la función magisterial, en una sociedad más compleja, contradictoria y difusa. En lo personal, siempre he estado emocionalmente unido a la Escuela Superior. Aunque en 1975 inicie estudios de derecho, la UNAH nunca me dio los afectos de la Superior. Las relaciones en esta, eran muy estrechas entre profesores y alumnos, de modo que los éxitos de los egresados eran muy apreciados por las autoridades que, los ponían como ejemplo para animar a los demás. La UNAH era más impersonal, poco preocupada por sus estudiantes y no compartía, casi en ningún momento, el destino de sus egresados. De repente la Superior de nuestro pasado, es una forma de nostalgia de algo que, nos impactó. Y nos volvió diferente. Que ya no existe y que de repente, nunca existió tampoco. Pero como ocurre con los primeros amores de la vida, se ha vuelto en nuestra memoria, inolvidable e irrepetible. Y cada día que pasa, más cercana a nuestros maduros afectos.