El aula de la UPNFM en mi red de creencias

Por Armando Euceda
En un inesperado momento me encontré, una tarde cualquiera de este año, en las gradas del hoy Hospital Viera, en Tegucigalpa. Desde allí pude contemplar el edificio ubicado enfrente, al cruzar la calle, en el cual tiene hoy en día ciertas oficinas la Alcaldía Metropolitana. Para el ojo común se trata de un viejo edificio cualquiera, de tres pisos. Para mi generación es algo diferente.
Un edificio construido inicialmente para ser una escuela primaria que se convirtió a partir de 1956 en una catedral del conocimiento en la cual -pasada la puerta principal- a diario laboraban un grupo de artesanos, tejedores de redes de creencias que, al decir de Willard V. Quine, nos ayudaron a un grupo de jóvenes de esa época a construir nuestra propia red de creencias y al mismo tiempo a cuestionarlas. Aquellas creencias sólidamente decantadas, pasaron a ser nodos sustantivos en nuestras vidas y aquellas reglas lógicas, una y otra vez debatidas en el aula, con el tiempo se constituirían en los hilos entre esos nodos, y así se inició el sustento científico e intelectual de lo que hoy somos como docentes. Esa catedral del conocimiento era la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán. “La Superior” como cariñosamente la llamaba el pueblo.
Ingresé a La Superior el año en el que “el hombre llegó a la Luna”, “el año de la guerra”, de la “huelga de los cuatro funcionarios” y de la presentación de “Calígula” en el Teatro Manuel Bonilla. Era 1969 y el director de la institución era el profesor Luis Alberto Baires, un gran maestro que solía llamar a la ESP una “Estrella de primera magnitud”.
Mi grupo de compañeros de la Superior de esa época es inolvidable. Su trayectoria profesional es la confirmación de mis palabras. Carmen Lastenia, hoy es ingeniera Civil y ha dirigido todo el proceso de modernización de la obra física en la UNAH, José Antonio -el mejor de mi promoción- se hizo filósofo y fue siempre un hombre que destacó en lo académico. Otros incursionaron con éxito en la literatura, el teatro, la medicina, la economía, la sociología o la pedagogía; dejaron en las aulas su sello de calidad en los servicios. Y así, la lista de testimonios sigue.
El primer día de clase, en primera fila, estaban sentados dos jóvenes -uno de Pespire (Roque) y otro de Puerto Cortés (Pedro)- que con el paso de los años llegarían a ser los dos primeros rectores de Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. Ambos son mis compadres y recordarlos es parte de mi tesoro personal.
Adelante de nosotros, en último año de matemáticas y ciencias estaba un grupo admirable (Marco Tulio, Umaña, Polito, Raúl, Iván y otros buenos amigos). Con Gonzalo Cruz (Chalo) y Carlos Mejía (el Chac) nos metimos -para siempre- al laberinto de la física. Con los años reclutamos a Gustavo (el Gordo) Ponce. Tomamos miles de tasas de café y un buen número de botellas de ron buscando la salida del laberinto, pero cuando sentíamos que estábamos cerca de la puerta nos regresábamos corriendo y alegres al interior más profundo del mismo.
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Por curiosidad pregunté por los nuevos estudiantes de la Carrera de Letras. “Se incorporaron hace dos semanas” -escuché decir- “andan en una isla del caribe, ellos necesitan aprender francés”. Con el tiempo, muchos de ellos viajaron a Francia a hacer estudios de posgrado.
Los de Ciencias Sociales no se quedaron atrás. Amílcar se convirtió en un líder magisterial que llegó a la presidencia del COPEMH; Margarita ha sido directora de posgrados y coordinadora de un Programa de Doctorado en la UNAH, y la lista sigue.
Ese 1969, dos profesores de letras Saúl Toro y Eduardo Bahr, y una alumna, Alma Caballero, nos regalaron su gran actuación en “Calígula” que bajo la dirección de Francisco Salvador y la presencia escénica inolvidable de Ricardo Redondo Licona se presentaba en el Teatro Manuel Bonilla.
A mediados del año un grupo de docentes y alumnos se unieron a los colegios magisteriales en la famosa huelga magisterial del 69. Aún los alumnos de primer ingreso participamos en la toma, hasta que un buen día, un par de semanas después, la policía nos desalojó. Al regreso a clases el edificio de la Superior apestaba tanto a gas que ni Polito, el vigilante, aguantaba quedarse a dormir en el edificio.
En el ínterin, el 8 de junio en Tegucigalpa, Honduras le ganó en fútbol a El Salvador 1-0 (¡Los de primer año vimos un partido en el estadio Nacional!) y una semana después nos ganaron 3-0 en el Flor Blanca (en varios autobuses llenos de estudiantes y profesores los de la Superior viajamos a San Salvador). Y vino la erróneamente llamada Guerra del Fútbol. El desempate fue en el Azteca (3-2) y nos quedamos fuera del mundial de México.  La guerra entre Honduras y El Salvador duró 4 días y finalizó el 18 de julio. Dos días después, cuando en Tegucigalpa eran las 14:17 horas (con las cadenas de radio de la guerra se puso de moda dar la hora así), Neil Armstrong, el primer humano en pisar la Luna, exclamaba ”Houston,…, el Águila ha alunizado”. Varios meses después, mi profesor de física, un francés, se deleitó explicándome lo importante que era estudiar mecánica clásica para entender el viaje a la Luna. ¡Todo eso en mi primer año en la UPN!
Escuché, por primera vez, las palabras “genes” y “ADN”, de labios de Dennis, un francés, mi profesor de biología. Raúl, mi profesor de sociología, nos deleitó con lecturas de C. Wright Mills; de él escuché, por primera vez las expresiones, “el crimen de cuello blanco” y “La Élite del Poder”; se enamoró de una guapa compañera de Ciencias Sociales, se casaron y vivieron felices.
No existían las calculadoras, no usábamos fotocopiadoras, en lugar de un puntero láser utilizábamos un lápiz metálico que al estirarlo parecía una antena de radio, pero éramos campeones usando la regla de cálculo y las tablas impresas de funciones trigonométricas. Nos faltaban muchas cosas pero nuestra voluntad y anhelos, superaban cualquier necesidad.
En el 70, escuché por primera vez la palabra “Máster” y pregunté con prudencia qué era eso de “tener una Maestría”. De la Universidad de New York en Buffalo llegó Ibrahim Pineda; en los corredores se decía que era un docente espectacular con una Maestría en Matemática (en verdad lo era, dominaba la pizarra como nunca antes lo habíamos visto y explicaba con pasión). Al año siguiente nos dio clases Guillermo Casco, otro Máster en Matemática que venía de la Universidad de Puerto Rico.
Llegó Raúl Paz, M.Sc. en Sociología. Se decía que había estudiado en la Universidad del Sur de California, en Los Ángeles, la misma en la que se filmaron escenas de la película El Graduado (1967); o sea que había pasado sus horas de estudio en la misma biblioteca en donde Benjamín (Dustin Hoffman) esperó a Elaine (Katherine Ross!); también, de la Universidad de Temple en Philadelphia, regresó Cárleton Corrales, Máster en Sicología; luego llegó el extraordinario Wilberto Aguilar, Máster en Biología. Para esa época conocimos a  Margarita Castillo, una joven maestra, Máster en Sicología, que con los años llegaría a ser una figura emblemática de lo que es un docente universitario de calidad que ama a su institución; y la lista siguió. Todos estábamos impresionados del talento de estos jóvenes docentes.
Llegó la nueva ola de estudiantes del 70, muchachos y muchachas talentosos llenos de sueños. La institución siguió cumpliendo con su misión de albergar artesanos y tejedores de redes de creencias en la médula de los futuros docentes.
¡También teníamos una biblioteca pequeña pero infinita! En algún momento de 1970, alguien dejó olvidado en la biblioteca un papel con unos versos escritos a mano. Como era costumbre en esa época, los memoricé y los repetí para mi placer. «Masa» -me dijo suavemente un joven estudiante de último año de Letras- «el poema se llama ‘masa’ y es de César Vallejo». Era Rigoberto Paredes, quién llegaría a ser uno de los grandes poetas de nuestra generación. Amigo entrañable con quién compartí hasta su muerte infinitas conversaciones. Por eso al escribir estas notas recuerdo a este gran intelectual y hace resonancia en mi mente ese verso inmortal: «Al fin de la batalla,/ y muerto el combatiente,…”. Mil gracias Rigoberto.
En 1971 Eduardo Bahr, profesor de Literatura de la Superior, nos regaló su gran trabajo literario “El cuento de la Guerra”; 45 años más tarde, en el Paraninfo Ramón Oquelí de la Universidad Pedagógica Francisco Morazán, los universitarios de hoy rindieron un tributo especial a esta obra magistral de la literatura hondureña, mundialmente reconocida.
Para esa época, en algún escritorio de su juventud Julio Escoto, otro docente, tejía su propia red de ideas en los cuentos publicados en “La balada del herido pájaro” que, tal como en algún lugar de su obra nos lo ha recordado Helen Humaña, junto a “El cuento de la Guerra” y “La ternura que esperaba” de Marcos Carías (en la UNAH) significan hoy la entrada por la puerta grande de la narrativa hondureña a la bibliografía sería, de nivel, de America Latina.
El 71 fue el año de la práctica docente (¡Sí, duraba un año!). Horacio Reyes Núñez (HRN alias Lacho) y Francisco (Paco) Ávalos se lucieron. Todas las noches en el Instituto Nocturno Anexo a la ESP estaban pendientes de nosotros y, con carácter pero con aprecio, nos orientaban. Íbamos a la práctica de saco y corbata. En una ocasión una alumna me hizo una pregunta de electricidad un poquito complicada por lo que pregunté en dónde había consultado ese tema. “Nos lo enseñó el profesor de química” -me contestó- “uno que tiene un saco gris igualito al suyo”. Se refería a mi compañero Pedro Saavedra, con quién compartimos durante la práctica docente nuestro bastó ropero de trajes (1 c/u) y corbatas (2 c/u).
En 2015-16, el nombre de la promoción de graduados de la UPNFM es Edgardo de Jesús Quiñónez. Se honra así la memoria y la destacada trayectoria de un educador, investigador, historiador y escritor. Capaz, atento y humilde, Quiñónez apoyaba a los jóvenes. Lo traté profesionalmente cuando en febrero de 1972, como director del INA, me invitó a que impartiera las clases de Matemática y Física a los estudiantes de Bachillerato. De 6:30 pm a cerca de las 10:00 de la noche crecí como docente compartiendo con amigos geniales (Carlos “El Chac” en matemática, Elmer Perdomo en química, etcétera).
En el 73 la conducción de la ESP pasó a manos de un grupo de jóvenes profesionales de primera línea, capaces y soñadores. Después del golpe de Estado de diciembre del 72, Guillermo Casco Callejas fue nombrado viceministro de Educación y con él se armó un equipo perfecto con varias “estrellas de primera magnitud” (la frase predilecta del gran profesor Luis Alberto Baires) que llegaron a la conducción de la ESP. Cárleton Corrales, Mabel Torres, Marco Tulio Mejía y Francisco Ávalos, entre otros, tomaron las riendas de la institución y lo hicieron con gran acierto.
Ante la sorpresa de muchos la ESP, en su jornada diurna, dejó de ser únicamente para alumnos becados con dedicación exclusiva al estudio y abrió sus puertas a todos los aspirantes. Apareció el Plan de Estudios de 4 años, propio de un College anglosajón, y se sembraron las primeras semillas de lo que 17 años después sería la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán.
Una de las políticas que estos jóvenes pusieron en marcha apuntó al reclutamiento de un nutrido grupo de jóvenes para aumentar la planta docente de la institución y se propusieron enviar a estudiar al exterior al mayor número posible de ellos.
Al igual que más de un centenar de jóvenes de Puerto Cortés, Sonaguera, La Ceiba, La Lima, Trinidad, Pespire, Caridad,…, que habíamos ganado beca para estudiar en La Superior  llegué a Tegucigalpa, por primera vez, en 1969, el día de la Virgen de Suyapa. Lo recuerdo con claridad porque todos los cobradores de los busitos del servicio urbano gritaban con alegría: “¡Suyapa, Suyapa!”. Cinco años después, en 1974, La Superior me subía -junto a Carlos Héctor Sabillón e Iván Padilla- en un avión de TAN SAHSA rumbo a Estados Unidos; al día siguiente llegamos a Pittsburgh en el Estado de Pennsylvania y el lunes siguiente -con un invierno crudo- estábamos en clases de inglés en La Catedral del Saber de la Universidad de Pittsburgh.
Otros compañeros viajaron a universidades en Colombia, México, Brasil, Francia y Estados Unidos. Todos llenos de ilusiones y con un gran compromiso con la Institución. Quizás no comprendíamos la dimensión del gran proyecto que tenían los jóvenes que conducían a La Superior. Le estaban apostando a nuestros nombres.
Y en el otoño, medio masticando el inglés, ingresé a la Universidad de Bucknell en Pennsylvania. Dos años después al terminar mis estudios de maestría en Física me incorporé al Departamento de Ciencias Exactas y Naturales de la ESP. Allí la fiesta de la ciencia continuó. Mi fortuna no parecía tener fin, me había incorporado a un grupo de compañeros de gran talento y de preciada amistad.
Seis meses después, entre todos, nos subimos al hombro los escritorios y las mesas y nos trasladamos al nuevo campus en Miraflores, el mismo que hoy alberga a la comunidad de la UPNFM. Atrás dejamos el viejo edificio enfrente del Hospital Viera. Hacia adelante venía la siembra de la semilla de lo que hoy es la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán.
Quizás a mi precisión de las vivencias aquí compartidas las traicione mi memoria, quizás los punto y las comas no están en su mejor lugar y mi estilo es antojadizo. De lo que sí estoy seguro es que el amor, respeto y agradecimiento a La Superior y la hoy UPNFM, a esa comunidad de compañeros y compañeras con los que profesionalmente he crecido en comunión, los tendré para siempre en los nodos centrales -más profundos- de mi red, mi telaraña de creencias que ha sido gran parte del sustento científico e intelectual de lo que he sido como docente a lo largo de mi vida.