Por Dagoberto Espinoza Murra
En otras ocasiones he contado que en la escuela del pueblo donde vivíamos (Liure) solamente se brindaban los tres primeros grados de la educación primaria; de ahí que el cuarto grado tuve que hacerlo en mi pueblo natal, Soledad. Estos dos municipios están ubicados en el sur del departamento de El Paraíso y fueron parte del distrito de Texiguat.
Todos los lunes salía de Liure en horas de la madrugada (4 am), montando un potro negro trotón. En el anca de la bestia llevaba una maleta con la ropa que usaría durante la semana y, en la alforja, parte del pan de yema que mi madre horneaba para la familia. Además ella ponía en mis manos dos monedas de cincuenta centavos (tostones), para que me comprara algunos caramelos o frutas de mi agrado. Los sábados, al mediodía, emprendía el viaje de retorno y así, de ese modo, pasaron los meses del año lectivo.
Cierto día, al despedirme, mi madre me hizo la señal de la cruz en la frente y me dijo: “Ten mucho cuidado, pues anoche llovió bastante y no es raro que algunas rocas se desprendan y pueden obstruir el camino”. Salí del pueblo rumbo a La Rinconada, subí la cuesta de los Michiguistes y, cuando despuntaba el día, me encontraba en El Portillo; a mi espalada queda el pueblo y el caballo, animoso, continuó trotando por el escarpado camino. Cuando comenzamos a descender para llegar a Samalaguaire -el trecho se encuentra rodeado de grandes rocas y el camino se vuelve tan estrecho que no caben dos bestias a la par-, observé que dos mulas, cargando árganas llenas de maíz, se habían detenido y su dueño estaba sentado en una piedra caliza. En efecto, el camino estaba intransitable, pero el problema no lo ocasionó ninguna roca, sino un árbol de quebracho que, derribado por el viento, estaba imposibilitando el paso de los semovientes.
Preocupado por mi retraso (las clases comenzaban a las 7 am), le pregunté a don Casimiro qué podríamos hacer. Después de mirarme detenidamente (apenas había cumplido los diez años), me dijo: “Esperemos que vengan otros hombres para ver si podemos mover este palo; no olvide que en la unión está la fuerza”, se expresó con voz enérgica el mulero. Como por arte de magia (mi madre decía que se debió a sus oraciones), fueron llegando uno a uno tres fornidos campesinos; el último cargaba un hacha. Después de enterarse de la situación, uno de ellos, usando su machete, comenzó a cortar las ramas más delgadas y el del hacha partió la más gruesa, que estaba sobre el cerco de piedra. El dueño de las mulas soltó uno de los lazos que fijaba las árganas al aparejo y lo ató a uno de los extremos del quebracho caído y, con dos de sus compañeros, comenzaron a halar con fuerza de atletas la pieza de madera; el más robusto de los campesinos y yo, usando -a manera de palancas- trozos de las ramas cortadas, logramos, después de repetidos esfuerzos, despejar el camino.
La despedida fue cordial, repitiéndome don Casimiro aquellas palabras que había expresado en momentos difíciles: “En la unión está la fuerza”. Luego cada quien siguió su camino. Al llegar a la escuela, el director -después de escuchar la hazaña que le refería me permitió entrar al aula sin revisarme las uñas, que aquel día se encontraban ennegrecidas de tierra.
Vienen estos recuerdos a mi memoria ahora que vemos, con suma preocupación, cómo se obstruye el camino democrático de la nación. Se ha armado, sin el menor sonrojo, todo un proceso -nombramiento de magistrados obedientes, de fiscales temerosos y funcionarios cómplices- que nos conducirá irremisiblemente, si el pueblo no actúa inteligentemente, a un callejón sin salida, o, para usar términos más claros, a una dictadura anunciada. Sin embargo -tal como me decía el mulero ante el árbol que obstruía el camino- “en la unión está la fuerza”. De ahí nuestra esperanza de que quienes estén violando la Constitución de la República encontrarán, en la alianza opositora, hondureños dispuestos a unir esfuerzos, a olvidar pasajeras rencillas y consolidar un movimiento que reabra los cauces democráticos, para estructurar un gobierno de integración nacional.
Sentimos -como diría el profesor Pineda Ponce- un “pálpito” que nos hace pensar que enfrentaremos momentos difíciles, parecidos a los que se vivieron en la dictadura de don Julio Lozano. Sin embargo, en esta ocasión -para suerte de Honduras-, muchos dirigentes están trabajando en una alianza política, con posibilidades de frenar todo intento de continuismo.