De Puerto Cortés a Tegucigalpa (1896) 4/4

Por: Richard Harding Davis

Fue allí en Puerto Cortés donde conocimos a Jeffs, llamándole la atención a nuestros maleteros, que no tenían derecho a robarnos solamente porque éramos gringos y así logramos economizar varios dólares. Le dijimos que íbamos hacia la capital, contestándonos que él tenía que hacer ciertos negocios allá también y que le gustaría tomar un par de días cazando en el camino, le pedimos si quería venir con nosotros y ser nuestro guía; aceptando de inmediato.

Nuestro viaje de Puerto Cortés a San Pedro Sula en ferrocarril duró cuatro horas, a pesar de que la distancia son solo 37 millas y la única línea férrea, que le dio a Honduras una deuda de $ 27.992,850.00 dólares cuyos intereses no han sido pagados desde 1872.

Hace más o menos 30 años un tren interoceánico fue concebido, desde Cortés hasta la Costa Pacífica, una distancia de 148 millas, pero este ferrocarril resultó ser una gran estafa y el gobierno se quedó con esta gran deuda entre manos, con un gran ejército de acreedores de bonos que satisfacer; al final terminó con solo estas 37 millas, pésimas de construcción. Esta línea férrea tenía que ser pagada a cierto precio por milla pero los encargados de levantar mapas topográficos y de construirla, por consiguiente la hicieron el doble más larga de lo que debió haber sido y sus curvas y pendientes harían llorar a cualquier ingeniero honesto por tal trabajo. Se puede observar que las cuestas en ciertos lugares son demasiados inclinadas y como la máquina no era nada de nueva, se necesitaba de dos negros adolescentes y una caja llena de arena ubicados enfrente de la locomotora, para ayudar a parar el tren cuando era necesario o cuando iba cuesta abajo muy rápido, su trabajo era echar arena en los rieles.

Mis dos compañeros Griscom y Somerset en cuanto descubrieron la ocupación de estos asistentes, les compraron sus posiciones y en la primera parada intercambiamos, lugar que ocupamos hasta el final del viaje. Fue un paseo maravilloso y emocionante mejor que esos trencitos a Coney Island o esos otros alrededor de París. Era interesante y temerario ver cada riel mojoso levantarse un poco con el peso de la máquina, que a veces parecía que iba a volar en nuestras caras,  pero al pasarle por encima la locomotora volvía a su lugar; cuando la velocidad aumentaba, los rieles se abrían casi medio pie a ambos lados, lo cual eso sí nos asustó; pero lo que sí en verdad nos llenó de miedo, fue cuando los venados se aparecían en medio de los rieles, al final de un túnel formado pro la naturaleza; que nos hacía sentir que estábamos al otro lado de un telescopio, viendo crecer la imagen del animal más y más hacia nosotros, mientras el tren avanzaba. Pero siempre se apartaban hacia un lado al último momento, antes de matar a uno de nosotros y lo hacían por el bullicio de la campana,  el pito, los sonidos de la máquina  más nuestros gritos de desesperación. Ahora discutimos, ¿qué hubiera sido lo mejor, si saltar del tren o morir en nuestro puesto, con nuestras manos llenas de arena? Estuvimos en San Pedro Sula por cuatro días mientras Jeffs se apresuraba en conseguir mulas y provisiones; aunque nosotros hubiésemos querido partir la misma noche que llegamos a San Pedro Sula, era imposible y después de tres días, todavía no estábamos ni cerca de comenzar. Las dificultades de Jeffs para conseguir todo lo necesario, nos empezó a fastidiar pero le dijimos de que no se preocupara que tal vez mañana, como decía todo el mundo en Honduras.

Nuestro hotel era un lugar limpio, pequeño y administrado por una mujer americana, quien peleaba contra el sucio y los insectos y cuya ambición final era regresar a Brooklyn, buscar un trabajo como costurera y educar a sus dos hijas. Su esposo había muerto en el interior  de Honduras y su retrato colgaba en una pared del comedor del  hotel. Ella platicaba de él mientras preparaba la cena, de lo ilustrado y lo bueno que había sido y se emocionaba tanto que a veces, la cena se le helaba mientras ella hablaba y miraba la foto. A esta viuda no le gustaban los hondureños, y como no hay tantos viajeros extranjeros en Hondu7ras,  era difícil que ella lograra acumular el dinero para su regreso. Dudamos que sus esperanzas de ver el puente de Brooklyn sean logradas. Nosotros contribuimos a su fondo de viaje y le regalamos varios números de la lotería de Puerto Cortés, explicándole  que era la manera más fácil de hacer dinero; le deseamos que ganara el gran premio y que viviera feliz y para siempre en la mejor zona de Brooklyn. Desafortunadamente cuando más  tarde vimos la lista ganadora en Panamá, su nombre no aparecía y tememos que ella todavía está en Honduras, manteniendo el único hotel limpio que existe allá.

Salimos de San Pedro Sula un domingo muy temprano, con un tren de once mulas; cinco para llevar nuestro equipaje y las otras restantes para, Jeffs, Charlwood, (sirviente de Somerset), Griscom y yo, más Emilio nuestro mulero. Había otros dos mozos que harían todo el trayecto a pie, caminando en caites, cuidando y dirigiendo todas las mulas. Siempre nos alcanzaban una hora o más tarde donde nos deteníamos para dormir. Todavía no sabemos quién fue el peor de los mozos, pero Emilio ganó el primer lugar. Todos acordamos cuando terminó el viaje estar contentos de no haberlos asesinado, pro los enojos que nos hicieron pasar, desconociendo ellos con qué frecuencia estuvieron cerca de una muerte repentina y atroz.

Los habitantes de Honduras tienen la costumbre de salir a dar la bienvenida a los amigos, por un buen trecho y lo mismo cuando ellos se van, lo despiden una larga distancia lejos del pueblo. Este recibimiento siempre me hizo sentir como un ciudadano indeseable, dando la impresión que e4ra un comité de vigilancia impidiéndome  la entrada; pero lo hacen de buena fe y con buena intención. Un hombre en Honduras mide su popularidad por el número de amigos que lo vienen a recibir o quienes lo acompañan cuando se marcha. Nosotros fuimos acompañados bastantes millas fuera de San Pedro Sula por el Agente  Consular y Gerente americano de las 37 millas de ferrocarril y su asistente un joven caballero que yo había conocido en los Estados Unidos.

Nuestra escolta nos dejó al final del comienzo de las montañas, donde inmediatamente iniciamos nuestro ascenso. Desde ese tiempo hasta que alcanzamos el Pacífico nosotros nos movimos a una velocidad promedio de tres millas por hora o nueve leguas por día,  como lo miden en Honduras, siendo de 10 horas cada día de viaje; las mulas en este viaje, no es el tipo de animal que nosotros conocemos como mulas en los Estados Unidos; estas más bien parecen burros crecidos, siendo no muy diferentes de los que se encuentran en las calles del Cairo. Nuestros burros eran animales bien pacientes y maravillosas  pequeñas criaturas; tan cuidadosos  con sus patas y cuellos  que después de un par de horas dejamos de sentir ansiedad y dejamos que ellos nos condujeran a su propio paso.

Fuente: Extranjeros hacia Tegucigalpa (1857-1928) Ramón Izaguirre, compilador y traductor, Tegucigalpa por 2007.