¿QUÉ DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN?

EL 3 de mayo se consagra como el Día Mundial de la Libertad de Prensa. La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. La efemérides, promovida por los países miembros de la UNESCO, se instituyó bajo el influjo de la siguiente valoración: “Por prensa independiente debe entenderse una prensa sobre la cual los poderes públicos no ejerzan ni dominio político o económico, ni control sobre los materiales y la infraestructura necesarios para la producción y difusión de diarios, revistas y otras publicaciones periódicas”.

Quién sabe si en la situación actual, de acoso a la libertad de expresión en tantas partes del mundo, haya mucho que celebrar. Allá en Washington –precisamente en la cuna de la democracia occidental– el enfrentamiento entre la Casa Blanca y los medios convencionales de difusión se ha convertido en cosa rutinaria. El último incidente, un anuncio de Trump, destacando lo que considera sus logros de los primeros 100 días de gestión, contiene un llamado de denuncia a la “fake news” (prensa embustera). Al fondo –como ilustración de la prensa cuestionada por la Casa Blanca– se observan las caras de Andrea Mitchell, de la NBC; Wolf Blitzer, de CNN; Rachel Maddow, de MSNBC; George Stephanopoulos, de ABC, y Scott Pelley, de CBS. La CNN se negó a pautar el anuncio argumentando que se trata de un “spot falso” que no merece ser divulgado. El periodismo, a lo largo y ancho del globo, se ha convertido en una de las profesiones más amenazadas. Escalofriantes estadísticas de las víctimas a manos de fanáticos trogloditas como de atentados contra periodistas por el solo ejercicio de su vocación. En América Latina gobiernos autoritarios la han desfigurado totalmente. Estos regímenes despóticos requieren tener a la prensa sometida, inflar su desacreditada imagen recurriendo a monólogos interminables o a cadenas obligatorias, abusando de los canales oficiales o amordazando, por medio de leyes represivas, cualquier asomo de información imparcial o de cobertura objetiva e independiente. La persecución a intelectuales y periodistas que no comulgan con el capricho oficial es implacable.

En países como México y otros de la vecindad, la prensa y los periodistas corren mortal peligro asechados por el crimen organizado, la corrupción y la narcoactividad. Aquí en el país los gobiernos –con sus altibajos– han sido relativamente respetuosos de la prensa como de la libertad de expresión. Ha habido amagos de manipularla. En cierta ocasión el gobierno editaba un periódico oficial donde el gobernante aparecía, como estrella de cine, en las 24 páginas de la tirada. Hubo instancias en que intentaron someterla. Como cuando una oficina inútil a la que le encargaron –vaya ironía– velar por los derechos humanos, quiso meterle al país una ley mordaza copia al carbón de la ecuatoriana. Aquel adefesio fue derrotado. A veces, quienes legislan, tienen esa traviesa tentación de incluir en los textos limitantes tóxicos a la libertad de expresión. Está pendiente la derogatoria de un artículo que recientemente agregaron –en raro frenesí de último momento– a las reformas del Código Penal que el propio gobierno se ha comprometido a revisar, aceptando que no comulga con la práctica acostumbrada de respeto a esas libertades consagradas de libre emisión del pensamiento.