Por: Dagoberto Espinoza Murra
“La historia de Honduras se puede escribir en una lágrima”, nos decía el gran Rafael Heliodoro Valle. “En lágrimas de sangre”, agregaba un hábil político a mediados del siglo pasado. Y es que nuestra historia política ha sido borrascosa por la ambición desmedida de quienes pretenden alcanzar el poder o, peor aún, de los que -con artimañas- se hacen los fuertes para no abandonar “la silla presidencial”.
El historiador Mario Argueta nos relata, en una de sus obras, cómo al General Carías, sus más cercanos colaboradores le “endulzaban el oído” para que prorrogara su mandato, siquiera por un período más. Hábiles en las triquiñuelas políticas no resultó difícil convencerlo -además ese era su deseo íntimo- que se imponía, para el bien de la patria, modificar la Constitución de la República y recetarse, al comienzo seis años más. Después ese tiempo resultó insuficiente por lo que debía de continuar otros seis años, sacrificándose por los hondureños, el “benemérito de la patria”, como lo llamaban sus serviles allegados. Es bueno recordar que los primeros cuatro años que gobernó el General Carías fueron producto de elecciones libres que garantizó el expresidente liberal, doctor Vicente Mejía Colindres. Los otros 12 -para totalizar 16- fueron producto de la imposición y el fraude.
Para ese continuismo se urdieron maniobras de baja estofa y el envilecimiento llegó a extremos ilimitados. Se le decía, igual que ahora, que la patria lo necesitaba como estadista, como conductor experimentado de la nave del Estado; que sin su presencia el país se desmoronaría. Se le llegó a decir, sin el menor sonrojo, que era el hombre más bello de Honduras. Un intelectual dijo, en una gira por Sudamérica, que en Honduras, gracias a su mandatario, no había problemas sociales, a pesar de que el analfabetismo superaba el 50%, no había leyes que protegieran al trabajador y ni siquiera una Secretaría de Salud. Se publicaban, en La Época -periódico oficialista de la dictadura-, telegramas de servidores públicos y de corresponsales, alabando al abnegado presidente. Un nacionalista -y probablemente fue sincero- le escribió diciéndole que le era fiel como un perro. Con la catadura moral de esta caterva de seguidores, no le fue difícil al gobernante violentar la Constitución que había jurado cumplir y defender. Un chusco decía que los juramentos de los dictadores, o de los que aspiran a serlo, se semejan, en fragilidad, a los que hacen algunos enamorados cuando tratan de seducir a una agraciada joven.
Después del gobierno democrático del doctor Gálvez, se instaló la breve dictadura de don Julio Lozano Díaz, por no haberse instalado el Congreso el día señalado por la Constitución. Esto se debió a la no concurrencia de los diputados de las dos corrientes nacionalistas. Siempre el Partido Nacional ha sido protagonista de dictaduras y golpes de Estado. El Partido Liberal condenaba esa conducta, pero en junio de 2009, algunos de sus ambiciosos dirigentes apuñalaron la patria, deponiendo, mediante las armas, al presidente constitucional, con un alto costo político, económico y moral para la nación. A don Julio también le endulzaron el oído y lo hicieron aventurarse por el callejón del continuismo. Pero el pueblo, como puede suceder en el futuro, dijo no a la dictadura, no al continuismo y, ante los sucesos del 1 de agosto de 1956 (toma del Cuartel San Francisco), las Fuerzas Armadas se vieron obligadas a deponer al pequeño dictador.
Siempre que se avecinan procesos electorales, los hondureños se preguntan: “¿Habrá elecciones libres y transparentes? ¿No se modificarán los resultados en el conteo?”. Desde 1982 a 2009 se sucedieron varios presidentes de diferentes partidos políticos sin mayores estremecimientos de la sociedad. Actualmente no se puede decir lo mismo: Participarán candidatos de por lo menos ocho partidos (incluyendo los de maletín al servicio del oficialismo) y lo novedoso del proceso es que estarán en juego una reelección presidencial inconstitucional y el aparecimiento de una alianza partidaria que ya aglutina a la mayoría del electorado.
¿Qué sucederá al final? ¿Ganará el candidato presidencial que obtenga más votos? ¿O pasará lo mismo que en 1956, cuando el nacionalismo se hizo con más del 80% de los diputados para una Asamblea Constituyente? A estas alturas nadie tiene una bola de cristal para vaticinar los resultados. Las Fuerzas Armadas, que han guardado un silencio cómplice en lo que se refiere a la reelección presidencial (véase el artículo 239 de la Constitución), para muchos ingenuos imitarán el ejemplo de sus predecesores del 21 octubre de 1956, que no permitieron que se consumara un continuismo antipatriótico.