La quinta rueda del carro

Por Óscar Armando Valladares

En su obra “Goya en zig-zag”, Juan de la Encina renegaba de los prólogos juzgándolos innecesarios. Son -decía- (o repetía un decir alemán) la quinta rueda del carro. Si trata el autor de explicarse en el prefacio, “huelga en realidad el libro”. Es -apuntaba y remataba- como poner el carruaje “ante la reata de mulas”.

Viene el caletre, el razonamiento del célebre crítico español -llamado a decir verdad Ricardo Gutiérrez Abascal-, a propósito de la iniciativa presidencial, sometida al Congreso, para que los diputados regimienten la reelección, aun cuando esta se mantiene como pétrea, fruta prohibida entre las hojas marchitas del texto constitucional, pero espuriamente “habilitada” por un fallo judicial, contrario por lo demás al ordenamiento jurídico del Estado.

Tanto el abogado y general Carías Andino en 1935, como el abogado Hernández Alvarado, de la misma enseña política, les ha unido un similar cometido: proseguir en el poder con sutiles diferencias; el primero utilizando la diputación del partido para modificar la Constitución y sentar sus reales por doce años más, mientras su joven émulo acudiendo a los administradores de justicia, previamente alineados, y a otra serie de pasos -o malos pasos- más tortuosos que los dados por el hombrón de Zambrano.

¿Tomadura de pelo o diligencia tramposa para que los liberales, LIBRE y PINU refrenden a posteriori la reelección del mandatario por un único período? Si el asunto principal no fue sometido al pueblo; si el Congreso no ha reformado el artículo 239 -que veda el reeleccionismo y pena a quienes lo infrinjan-; si continúa vigente el artículo alusivo a los dos tercios de los votos que se requieren para la reforma constitucional; si también están con vida los artículos “no reformables en ningún caso”, atinentes a la “forma de gobierno, al territorio nacional, al período presidencial, a la prohibición para ser nuevamente presidente de la República el ciudadano que lo haya desempeñado bajo cualquier título y el referente a quienes no pueden ser presidentes de la República por el período subsiguiente”, entendido esto último como “lo que sigue inmediatamente; si, asimismo mantiene su vigor el artículo 205 que asigna al Congreso y no a la Corte Suprema de Justicia, la atribución de “crear, decretar, interpretar, reformar y derogar las leyes”, entonces, ¿a qué normar lo que en la Constitución sigue en sitio vedado?

Como suelen los voceros de la estrella solitaria poner de paradigma la reelección establecida en los Estados Unidos, vale también que sepan y adicionen que, en las tierras del barbado Tío Sam, la figura fue obra del legislador y no de la diosa Astrea y, de idéntica forma, el término de un período.

Por otro lado, si con sus propios sufragios congresuales no es factible resolver el petitorio del gobernante y candidato, ¿a qué juego se apuesta? ¿A la consecución de votos ajenos, como aconteció en la escogencia de la Corte o del señor Oliva como titular del Legislativo? Y de no alcanzar la pretensión -como es de presumirse-, ¿achacarán el fracaso a la variopinta oposición y lo manejarán publicitariamente? O, por ventura, remedando a Shakespeare, ¿algo huele en Dinamarca?

Tanto el candidato liberal, ingeniero Luis Zelaya, como el candidato de la Alianza opositora, ingeniero Salvador Nasralla, reiteran a viva voz su oposición al “reeleccionismo”, particularmente por el procedimiento seguido. Se habla de dos fuerzas políticas que, aunque con criterios dispares, conjuntan objetivamente la voluntad mayoritaria ciudadana y del pueblo en general. Uno y otro tema: la reelección y la mayoría, no dejan de pesar a lo interno y en la comunidad de estados y gobiernos con los que Honduras guarda nexos comerciales y diplomáticos.

De nuevo la inquieta interrogante: ¿algo no ha salido bien, y es preciso que las dos fuerzas refractarias en este punto convaliden -siquiera accesoriamente- antes de las votaciones la mal vista reelección y quede así “legitimado” el segundo gane de JOH? Menuda es, pues, la tarea que aguarda a los padres de la patria: ajustar la medida del traje continuista, en el último y esperpéntico embrollo sartorial.