Viaje a Amapala y San Lorenzo

Por: Cecil Charles

Después de cruzar el istmo por tren y navegar a las 7 p.m. de la noche, en un vapor dudoso (destartalado), pero con uno de los mas finos de inteligentes capitanes existentes, el vapor costero llego a Puntarenas, Costa Rica, donde por primera vez fui a tierra y logré pararme por primera vez en tierra centroamericana San Juan del Sur, y Corinto en Nicaragua. A la quinta noche supuestamente teníamos que echar anclas antes de las dos de la tarde en la Bahía de Amapala, pero una tremenda tormenta nos obligó a quedarnos en alta mar. Era temprano en la mañana siguiente cuando se echaron las anclas y un par de lanchas pequeñas, trajeron pasajeros que habían estado esperando abordar nuestro vapor. Barcos de gran calado no atracan en el muelle de Amapala.

Nosotros logramos ir atierra hasta las seis de la mañana. El amanecer nos sacó suavemente de la oscuridad; después de la tormenta había quedado una quietud infinita, como esas noches tropicales sin luna una dulce y agradable imagen.

La Isla del Tigre con su esplendido verdor, sus asoleadas playas como invitando a la exploración de un nuevo mundo. El pequeño cuartel con soldados descalzos, con sus pantalones de azulón, llama poderosamente la atención  al desembarcar; quienes se encontraban desplegados desde el cuartel hasta la plaza, practicando un poco sus rutinas, eran inspeccionados, y regresaban a su cuartel. Si no fuera por el sonido de la corneta y  el suave sonido del oleaje, el lugar era capaz de quedar completamente en silencio.

La calle principal todavía mostraba señales de la tormenta del día anterior; pero el cielo encima era de un azul profundo, glorioso. En lo que el sol ascendía más alto y más alto, la luz resplandeciente brillaba más sobre la tierra y el mar. Los rayos eran más intensos fuera de la sombra; pero con una sombrilla o a la sombra del dintel de una puerta, uno podía sentir la agradable y fresca brisa marina.

Permanecí en Amapala hasta cerca del mediodía; después de haber desayunado my opíparamente y haber pasado por la aduana y las inspecciones de rigor, de nuevo me embarqué hacia tierra firme.

El desayuno suculento se puede mencionar que consistió de huevos, pollo frito, ostras fritas, frijoles, tortillas, queso, buen pan, súper excelente café con leche, y vino, fue adquirido en un lugar de tipo hospedaje, dignificado con el nombre de “El Hotel”.

El viaje a tierra firme fue mi primera experiencia curiosa del país. El bote no era más que un árbol grande ahuecado en el centro. Tenía un capitán y media docena de remeros. Se le había proveído con una vela y una manta para cubrirse del sol; aunque pedimos que esta cubierta fuera removida prefiriendo soportar el inclemente sol en vez de tener que estar peleando con la brisa marina y el sonido de la manta. El equipaje iba al fondo del bote y nosotros íbamos sentados encima de las maletas acomodadas como asientos. El capitán hacia una señal y todos los remeros cambiaban de lado en el bote. Ellos fueron los primeros cobrizos hijos de Honduras que yo aprecié: llevaban sus vestimentas que consistían de camiseta blanca sin mangas y pantalones con un sombrero. Cuando ellos ya empezaban a sudar de tanto remar, se quitaron las camisetas, y  sin ninguna inmodestia quedaron semidesnudos, mostrando orgullosos su musculatura y sus pechos bronceados.

Este viaje fue un poco largo y tedioso, siendo la única diversión admirar a los remeros. No todos remaban a la misma vez pero tomaban turnos y poco a poco cuando la brisa comenzó a soplar, levantaron la vela y dejaron que el viento nos llevara. El capitán mantenía una postura digna, amable con una sonrisa permanente y suavemente llevó el timón de la embarcación a través de las olas y de los verdes manglares hasta el puerto de destino. Eran las 6 de la tarde cuando saltamos a tierra firme en San Lorenzo.

El lugar no era gran cosa. Había un cuarto, una bodega pequeña y otra bodega más grande. Había allí dos jóvenes que hablaban inglés, ayudaban a traducir y dar direcciones, en fin proporcionaban confianza al viajero que llegaba un poco desconcertado.

Las mulas ya estaban listas, ensilladas con aparejos y carga; pero por las condiciones meteorológicas decidimos quedarnos en la bodega toda la noche y comenzar temprano al día siguiente en la mañana.

Logramos obtener alimentos, los cuales por su forma bien sencilla, nos hizo pensar que habían sido cocinados un poco a la carrera, hechos en una de esas estufas nativas (fogón). Y creo que consistía de huevos, tortillas, queso, y café sin leche, sin embargo era suficiente y quedamos satisfechos ya que estábamos hambrientos.

Esa noche dormimos en la bodega y no era del todo confortable. Los extranjeros dormimos en nuestras hamacas. Habíamos siete personas, dos o más cerdos, media docena de gallinas, y un gallo que cantaba continuamente, mas una cantidad de insectos varios. Me alegré cuando el primer rayo del día entró a través de una rendija por la puerta.

Fuente: Viajeros a Tegucigalpa, Ramón R. Izaguirre, traductor y editor.