- La conmemoración de los 500 años de la publicación de los 95 tesis de Lutero trae a la mesa un libro que corrigió la historiografía procedente sobre Lutero y los orígenes del protestantismo, profundizó en su teología y advirtió los golpes del azar en toda esta historia. Fue publicado por el FCE hace 61 años con 12 reimpresiones.
Por: Andrés García Barrios
Hablar de 500 años de Martín Lutero es buscar los puentes entre este nuestro 20176 y aquel 31de octubre de 1517 en el que el monje alemán clavó en la puerta lateral de la capilla del Palacio de Wittemberg las 95 tesis que dieron origen al gran cisma protestante en el seno de la Iglesia Católica.
Hallar los puentes. Podemos hacerlo con la ayuda de un libro escrito hace 90 años y publicado en español por primera vez en 1956 por el Fondo de Cultura Económica en traducción del entonces joven poeta Tomás Segovia. Se trata de Martín Lutero, un destino, el texto clásico de Lucien Febvre, creador de la escuela de historiografía francesa más influyente del siglo XX, Los Anales.
A diferencia de los historiadores que lo precedieron en el tema, que enfocan las consecuencias de la postura de Lutero sobre la Iglesia Católica y el mundo moderno, Febvre se concentra en la manera personal en que Lutero enfrentó y creyó resolver las principales dudas de la fe, específicamente el enigma humano por excelencia: la posibilidad o imposibilidad de distinguir el bien y el mal.
Siguiendo este hilo, Febvre de la mayor importancia a la experiencia mónaca de Lutero, desde aquella mañana de 1505, cuando a los 22 años abrazó los hábitos agustinos, con la esperanza de encontrar paz para su permanente estado de confusión y culpa. El convento no le trajo la tranquilidad esperada pero 12 años después el hombre experimentó una revelación, un exaltado “descubrimiento” espiritual o que disipó su tormento. La revelación fue que el cristiano no debería aspirar a ser como Cristo, vana pretensión, sino asumirse como lo pequeño que es con todas sus irredimibles miserias. Sólo aceptándose como intrínsecamente pecador, el hombre podría encontrar paz en la gracia de Cristo. A partir de esta experiencia, Lutero fue hilvanando una nueva teología en sermones y conversaciones, no tanto para fustigar al catolicismo corrupto -como solía y suele creerse- sino para compartir con el mundo entero su recién adquirido estado de gracia que lo hacía considerarse un verdadero evangelista. Para su sorpresa, las 95 tesis de 1517 se diseminaron por Europa en un par de meses y fueron de inmediato condenadas por el papa León X como “la obra de un borracho que seguramente se retractará de ellas en cuanto deje de estarlo”. Sin embargo, lo único que los ataques trajeron a Lutero fue una fama creciente y un liderazgo que, contra su propósito original, acabó provocando que al menos 10 reinos de la antigua Alemania se separasen de la Iglesia de Roma.
Los avatares políticos que se entretejieron con la teología de Lutero son parte importante de la historia contada por Febvre, sin dejarse subrayar la importancia de la transformación espiritual del hombre: la súbita revelación de que los seres humanos nacemos marcados por el pecado de una forma tan definitiva que nada en nosotros escapa de él, ni siquiera esas que creemos “nuestras buenas obras” se salvan. A diferencia de Erasmo, el héroe intelectual del momento, Lutero aseguraba que en materia de salvación no hay nada que los humanos podamos hacer por nosotros mismos. Dios no tiene con los humanos una relación jurídica, no aquilata nuestros actos de acuerdo con una ley para, al momento de morir, sentenciar si hemos sido buenos o malos.
El tema no es otro que la perseverante incertidumbre humana en torno a la bondad y la maldad. Para Lutero no hay nada en la naturaleza racional humana que nos permita despejar esa duda. Sus argumentos son presentados con la retórica angélica y demoníaca del siglo XVI, pero su idea principal es expuesta con claridad y energía: que el hombre sólo puede encontrar la gracia en la intimidad de su pensamiento, interrogándose a sí mismo con sinceridad, soplo frente a Dios, sin intermediarios de ningún tipo. El filósofo contemporáneo Jacques Derrida, insospechable de incurrir en disquisiciones teológicas, dice: “Lo trágico de nuestra existencia es que el significado de lo que vivimos no se determina sino en el último momento, es decir en el de la muerte; ahí puede ocurrir que lo que viví como bello y bueno, muestre que fue malo, que había una mentira en ello”.
La aversión de Lutero a los mandamientos tiene antecedentes en uno de sus héroes, Pablo de Tarso, quien también vivió una revelación y desechó la idea de que Dios esté aquí para juzgarnos. Sin embargo (como nos recuerda Karen Armstrong, la gran historiadora del monoteísmo), si Pablo pudo vivir sin ley y difundir ese espíritu de libertad fue porque confiaba en el inminente regreso de Jesús y en el establecimiento definitivo de su reino.
Lutero y sus seguidores no compartieron esta visión pero, con el paso de los años, la renuncia a la ley terminó siendo insostenible. Lutero advirtió que, tarde o temprano, el pueblo conducido sólo por la fe y el amor de Dios, empezaría a desbocarse. Concluyó que los humanos tenemos que asirnos a algo y, ante las revueltas de campesinos que decían seguir su ejemplo, Lutero se acogió al trono de los príncipes y la guerra: justificó la represión de su propia gente y señaló la urgencia de volver a adoptar una ley para someter a la enloquecida naturaleza humana.
A partir de entonces -nos cuenta Febvre- muchas de las creencias de Lutero dejaron de ser para él motivo de fe y pasaron a ser sólo ideales. Admirado por millones pero sin el fuego de la juventud, le llagaron la vejez, la papada y una especie de desilusión que el hombre, ya casado y con hijos, calmaba con algunos tragos demás y recurrentes festines. Al final de su vida, cuando todo se había serenado, Lutero gozaba libremente de placeres mundanos como parte de una estrategia contra el mal que quería intimidarlo: A veces hay que beber un trago de más, y tomar esparcimiento, y divertirse; en una palabra, cometer algún pecado con odio y desprecio del diablo”. Así, si Satanás “viene a decirte: ¡No bebas, contéstale enseguida: Precisamente voy a beber, puesto que me lo prohíbe, e incluso beberá un buen trago”. Ahora ya sabemos las razones que tenía Lutero para “beber cada vez más un vino puro, sostener conversaciones cada vez menos, rescatadas, hacer cada vez con más frecuencia buenas comidas”.
La razón es que hay que hacer siempre lo contrario de los que Satanás prohíbe, pues es claro que su objetivo es intimidar, y de esa manera vulnerarnos y hacernos caer. Estas reflexiones pueden ser desconcertantes y hasta hilarantes pero tienen ecos tan modernos como el de Oscar Wilde: “La única manera de liberarse de la tentación es ceder a ella. El alma que se le resiste se enferma, y empieza a anhelar lo que esa alma misma se ha prohibido, y a desear aquello que sus propias leyes monstruosas han hecho monstruoso e ilegal”. Aquí podemos rematar con una frase de Lutero citada por Febvre y que en más de un sentido tiene resonancias actuales: “Establecer la aduana es crear el contrabando”.
Martín Lutero, un destino es una obra que por su visión lúcida, su abundante documentación, su amenidad y su elocuencia nos guiñe el ojo desde el anaquel y nos invita a su relectura. En 2017, la biografía de Febvre no sólo nos ayuda a conocer al hombre que cambio parte del mundo hace 500 años; también nos devuelve palabras antiguas y olvidadas con las cuales podemos reinterpretar dilemas humanos que en nuestra era de incertidumbre vuelven a imponerse.
Martín Lutero, un destino, Fondo de Cultura Económica, colección Brevarios (Núm. 113).