AQUEL SOPLO LATENTE

UNA vez resuelto lo atinente a la decisión política de la sucesión militar, en el consistorio de Los Laureles, solo restaba iniciar el procedimiento legal de rigor. Si bien con Reina, durante ejercimos la titularidad del Legislativo, fue muy poca la correspondencia ya que el Congreso manejaba una agenda independiente del Ejecutivo, en esa ocasión elogió la postura que tuvimos durante las discusiones. Intuimos que, aparte de desbloquear el impasse que existía, en cierto sentido la percibía como un apoyo moral a la majestad presidencial. Ya concluida la reunión en el momento que nos transmitía su satisfacción, le sugerimos una forma de dejar sentado un hito simbólico de lo ocurrido. La ciudadanía –le dijimos– valoraría si al momento de recibir la terna presentada por el Consejo Superior, se hiciese presente al salón de retratos del Congreso, donde con los jefes de las bancadas y otros diputados, haríamos un repaso de lo planteado, antes de proceder a la elección, a modo de proyectar la impresión que él era parte de las decisiones trascendentes que se estarían tomando.

Complacido asintió. Unos días después, recibimos la nómina oficial encabezada por el recusado del cuartel, que sería elegido en el pleno, como máximo jefe militar por un período de tres años. Reina concluyó su gestión gubernativa, con otro jefe de las Fuerzas Armadas. (No hubo, es preciso insistir en ello, acuerdo alguno en Los Laureles, que implicara compromiso subsecuente de eliminar la jefatura de las FF AA). Cuando nos marchamos, el anfitrión, con palabras más expresivas, ratificó el sentimiento de su hermano, agregando que ese gesto perfilaba de una forma distinta el concepto que sobre nosotros tenían, derivado de todas las diferencias políticas anteriores. Sin abusar de la memoria, posiblemente le respondimos que no se trataba de un gesto, sino de una convicción. Nunca olvidamos la versión de nuestro padre –desterrado cuando fungía como director de diario El Pueblo junto al candidato presidencial del Partido Liberal– sobre la inclusión de artículos relativos a las Fuerzas Armadas en la Constitución de 1957. Su regreso del exilio como la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente para restaurar el Estado de Derecho, fueron posibles por el madrugón de los triunviros que derrocaron el régimen dictatorial. El ala mayoritaria de la asamblea no deseaba arriesgar lo conquistado en elecciones directas sino –en ejercicio del poder constituyente– una vez redactada la Constitución, convertirse en Congreso ordinario y designar Presidente de la República en elección de segundo grado.

Obviamente qué mejor hacerlo contando con la venia de los militares que, para aquellos días, por su protagonismo en el restablecimiento democrático, gozaban de aprecio popular. De allí nace la llamada “autonomía del instituto castrense”. La influencia del poder militar era tan decisiva entonces, como lo fue varios lustros después, de etapas intermitentes o sucesivas administradas por los uniformados. Tampoco los constituyentes que redactamos la Constitución de 1982 pudimos escapar a ese influjo tan dominante. Hubo que permitirle al país evolucionar y a sus instituciones madurar en la pedregosa pero edificante ruta democrática. Así, durante todo el camino recorrido, no hubo de otras que mantener sofrenado aquel soplo latente, hasta que detrás de los alcores asomara el sol, ofreciendo la coyuntura, –ya en el ejercicio constitucional de la Presidencia– conjugada con la autoridad para impulsar los cambios.