Óscar Aníbal Puerto Posas
Conocí al poeta, viviendo su senectud gloriosa en su modesta casa de adobe, localizada en la 1ª. av. de Comayagüela. Corría el año 1959; yo era un mozalbete -con más atrevimiento que talento- y decidí entrevistarlo. Me recibió cordialmente. Además de su natural trato de gente, Luis Andrés amaba a la juventud. Hubo un diálogo fugaz, vi su entorno; un jardín “en todo jardín hay una especie de inmortalidad” (Gladys Taber). El poeta me pidió llevarle un cuestionario por escrito. Cedí a sus deseos y al siguiente día se lo entregué. Perdí el recorte de prensa -“El Cronista”- donde la entrevista fue publicada gracias a la bonhomía de Ventura Ramos, a la sazón jefe de redacción de ese diario. Retengo en la memoria algunas preguntas y respuestas. Por mor de la brevedad, doy a conocer algunas:
– ¿Qué puede decirnos de Rubén Darío y Juan Ramón Molina?
– Que fueron innovadores e inmensos.
– ¿Quiénes son los más grandes poetas de Honduras?
– Juan Ramón Molina, Alfonso Guillén Zelaya y Jacobo Cárcamo.
– En estos momentos ¿quiénes son nuestros mejores escritores?
– Alejandro Valladares y Carlos M. Gálvez.
No quiso -por modestia- hablar de sí mismo. Al final de la entrevista, me obsequió un ejemplar de “Fábulas”, con una dedicatoria. Se leía mi nombre y abajo: “Con mi aprecio mental”. Iba su rúbrica. Sufro al recordar que perdí este tesoro cultural. La entrevista tuvo algunos ecos. No muchos, por cierto. Pero ecos, al fin. El director del Instituto Central, profesor Saúl Zelaya Jiménez, me llamó a su despacho para felicitarme. Me dio frases de aliento. Me sugirió que entrevistase al doctor Vicente Mejía Colindres. Vi una intencionalidad política y no lo hice; amén que desconocía, en ese entonces, la obra literaria del ilustre intibucano. Desde Guanacastales, Distrito Bananero de la UFCo., en Cortés; recibí un cablegrama del doctor Manuel Carrasco Flores, felicitándome efusivamente. Era la manifestación de afecto de quien me había llevado a la pila bautismal en la Catedral de Tegucigalpa. A partir de allí, silencio. Mucho me dolió el de mis condiscípulos. Ahí comencé a conocer a Honduras en la más lamentable de sus facetas. Tiene otras, indudablemente amables. Cuando yo entrevisté al Aedo, la suya era una cabeza coronada de laureles. Es -hablemos en presente- nuestro único poeta laureado. Laureles obtenidos en su única incursión en los campos de Thalía, con “Los Conspiradores”, inspirada en el genio de Francisco Morazán. Fue en el año de 1915. Luis Andrés, apenas contaba 35 años. “Los Conspiradores” solamente una vez fue presentada en el escenario del teatro “Manuel Bonilla”. Andrés Morris Bermúdez, español de origen, al paso de los años, le solicitó autorización para arreglar la obra y adaptarla a la moderna dramaturgia a doña Delia Rosa Zúñiga, hija del poeta; se la negó. Esa negativa ha impedido a las nuevas generaciones disfrutar “Los Conspiradores”. Morris murió en su país. De Honduras se llevó una presea: la bella mujer con que procreó familia.
Cuando yo lo entrevisté, Luis Andrés Zúñiga ya había publicado, además “Águilas Conquistadoras”, de la misma textura de “Oda a Roosevelt” de Rubén Darío. Fue por eso, el primer poeta antiimperialista de Honduras. Tengo la impresión que esa posición política le pasó factura…
Cuando yo lo entrevisté ya había escrito “El banquete” (prosa y verso, 1920) y “Fábulas” (1919). Este es -en opinión de Miguel Navarro h.- “el libro que más gusta al hondureño”. Síntesis de sabiduría y de buen gusto. Gema del buen decir. Dentro de dos años cumplirá un siglo de su primera edición y sigue ocupando espacio en los anaqueles de nuestras librerías. Que no olvide esta efemérides la Academia Hondureña de la Lengua. Ni tampoco la entelequia burocrática a que ha quedado reducido, el Ministerio de Cultura.
Cuando yo lo entrevisté ya era el primer escritor en haber recibido el Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” (1950). Aún desempeñaba el emérito cargo de Director de la Academia Hondureña de la Lengua, que luego depositó en manos del médico, políglota, humanista y escritor Carlos M. Gálvez (otro gran olvidado). Y así, con todo ese atuendo intelectual, se dignó recibir a un mozalbete; le permitió que lo entrevistara. Le mostró su biblioteca, que calculo “a ojo de buen cubero”, en cinco mil volúmenes. Cuando yo lo entrevisté, no leía; más bien acariciaba en sus manos, un viejo ejemplar de “Cándido” de Voltaire, escrito en francés. El poeta; queda de ello evidencia en sus fábulas, manejaba varios idiomas: francés, inglés, italiano y dos lenguas muertas: latín y griego. Aparte de que fue un virtuoso del idioma español.
A este inmenso tesoro cultural se le agrega su famoso “cuarto brujo”, donde era fama que en sus paredes habían escrito versos los más grandes poetas de América Latina, a su paso por Honduras: José Santos Chocano, Porfirio Barba Jacob y otros de esa misma estatura intelectual. Rolando Gutiérrez, amigo del autor de este artículo, me asegura haber leído un poema de Amado Nervo. Todavía le pesa no haberlo fotografiado y ni siquiera copiado. En octubre de 1998 el huracán “Mitch” dio fin a tanta belleza. Implacable y “desatentado y ciego”, destruyó la casa del poeta, su biblioteca y su “cuarto brujo”. La desidia de la familia contribuyó a este holocausto cultural. Debió haber donado la biblioteca íntegra y en el estado en que se encontraba, al Estado o a la Universidad Nacional.
Nuestro gran Luis Andrés no se agota en el campo de la literatura. Fue abogado. Aunque nunca ejerció tan espinoso oficio. Llegó a ser subsecretario de Relaciones Exteriores en el gobierno liberal del doctor y general Miguel R. Dávila (1907-1911); a la temprana edad de 27 años y, en la administración del doctor Vicente Mejía Colindres (1929-1933), fue director de la Biblioteca y Archivo Nacional. Sin presupuesto para la compra de libros, no podía henchir de obras clásicas los estantes. No tuvo la suerte de Ricardo Palma en el Perú o Jorge Luis Borges en la Argentina. Pero su prestancia fue suficiente para darle lustre y prez a sus funciones. Cuando retornó su partido al poder en 1957, con Ramón Villeda Morales, no se le llamó a colaborar. Villeda se limitó a concederle la “Orden Morazán”, en un acto solemne, realizado en diciembre de 1959. El discurso de aceptación de Luis Andrés Zúñiga es un paradigma en la oratoria hondureña; sin embargo, no ha sido divulgado. José Antonio Medina Durón (1944-2015), en su “Breve antología del discurso hondureño” (1975), ignora esta pieza trascendental. Se trata de un discurso de altos vuelos, nada que ver con los que hoy pronuncian los candidatos a la Presidencia de la República. Obviamente, hay una distancia intelectual enorme entre el poeta de Comayagüela y los “personajes” que ahora se disputan el poder.
De 1933 hasta su muerte (1964), transcurrieron 31 años alejados de la cosa pública. Ni siquiera llamado a la docencia. Honduras es así: despectiva con sus grandes talentos.
Zúñiga vivió en París, dizque estudiando criminología en la Universidad de la Sorbona. No hay evidencia física de esos estudios: ni título, ni diploma, ni nada por el estilo. Aparte de ser una disciplina muy distante a su vocación. En París, es seguro, que hizo vida bohemia. Frecuentó la amistad de Amado Nervo, Enrique Gómez Carillo y, sobre todo, la de Rubén Darío. Cuando el poeta nicaragüense dirigió “Mundial Magazine”, Luis Andrés fue el más asiduo de sus colaboradores y su secretario. Con esos palmares, es inaudito que haya regresado a envejecer a Comayagüela, donde no tenía ni siquiera con quien conversar: Rafael Heliodoro Valle, Alfonso Guillén Zelaya, Clementina Suárez y otras personalidades de ese coturno, se habían trasladado a México. En tales condiciones, sus únicas amistades eran sus libros y sus autores; múltiples, ciertamente. Me consta la pobreza en que vivía. Si bien era una pobreza digna. Había heredado una fortuna no muy cuantiosa, en bienes raíces, de su padre, coronel Manuel Zúñiga. Ello le permitió un respirable desahogo económico.
En 1948 se agitaron las aguas de la política vernácula. Tiburcio Carías, un implacable perseguidor de los derechos fundamentales, presionado por Estados Unidos, se vio obligado a convocar a elecciones. Una de las estrategias del Partido Nacional, consistió en quitarle a “Changel” (así llamaba el pueblo hondureño al caudillo liberal Ángel Zúniga Huete), los cuadros intelectuales. De por sí, el acre carácter de “Changel”, contribuyó a ello. Alfonso Guillén Zelaya y Medardo Mejía se le retiraron, sin adherirse al partido de la dictadura. Rafael Heliodoro Valle, en cambio, persuadido por el poeta Céleo Murillo, cambió de bando. Ello fue compensado por el presidente Juan Manuel Gálvez, nombrando al autor de “Jazmines del Cabo”, embajador de Honduras en Washington. Intelectuales de renombre visitaron a Luis Andrés Zúñiga, en su humilde morada de Comayagüela; le ofrecieron “el oro y el moro” para que apoyara la candidatura de Gálvez. El poeta declinó. Él fue siempre un liberal de principios. Lo descubrí leyendo “Cándido” de Voltaire. Es posible que también haya leído el “Contrato Social” de Jean-Jacques Rousseau (o “Emilio o de la Educación”, del mismo autor); para no mencionar otros autores de la Ilustración. El suyo no fue un liberalismo ligero de charanga y vítores. El suyo fue un liberalismo serio. El mismo que profesó Céleo Arias, Policarpo Bonilla, Miguel Navarro y otros. Sin embargo, apoyó el reformismo cultural y educativo de Juan Manuel Gálvez. Estuvo en la fundación de la Academia Hondureña de la Lengua, donde posteriormente asumiera el cargo de director. Estuvo en la restauración de la Asociación de Prensa Hondureña (APH) y en la inauguración del entonces bello edificio localizado en la avenida Gutemberg; cedido por el gobierno de Gálvez. Céleo Murillo Soto (nacido en Olanchito [1911] y muerto en Miami [1966]), fue el adalid cultural y político del reformismo. En tanto, Luis Andrés Zúñiga mantenía distancia política de ese régimen, mas aplaudía sus logros culturales y cívicos.
Muere en Comayagüela, su Comayagüela, en 1964. Gobernaba Honduras el general Oswaldo López Arellano, un hombre “horro de cultura” (la frase es de Modesto Rodas Alvarado). Pero, resulta que al lado del jefe de Estado, estaba un hombre de mediana cultura, el abogado Ricardo Zúniga. Este aconsejó funerales solemnes. Como en efecto se le ofrecieron al Aedo. Una Compañía de Cadetes de la Escuela Militar “Francisco Morazán”, le hizo guardia de honor durante su velatorio. Le condujeron al Cementerio General de Comayagüela, en hombros y a paso marcial. Una salva de artillería le anunció a Dios que Honduras le enviaba uno de sus hijos más dilectos.
Tegucigalpa, MDC, 4 de noviembre del 2017