De Piedra loba a historia de un daiquirí

Por: Óscar Armando Valladares

A punto de cumplirse seis meses del deceso del poeta Rafael Rivera, memoramos dos atributos de su ser, de su carácter: su amistad siempre obsequiosa, su desprendimiento manilargo, extendidos incluso en los días y noches de corajuda batalla contra el mal invasivo que agostaba su cuerpo.
Sabedor del certamen mundial promovido en Nicaragua para celebrar por lo alto el centenario de Rubén Darío, decidió concursar y poner a prueba la cota de su estro en una competencia por demás concurrida y cuidadosamente discernida. A ese propósito me constituí en su ayuda: revisando y coadunando el material poético no publicado. Con el título Piedra loba y el seudónimo León de Jesús, conformó en fin de cuentas la obra remitida. Entre bromas y veras acariciamos la intención de alistar maletas -luego del veredicto-, visitar en la catedral leonesa el sepulcro que custodia los despojos del renombrado autor de prosas profanas, codearnos con poetas y amigos, rebuscar de Darío el volumen Los raros/Cabezas y disfrutar de la surtida agenda celebratoria. Un sueño que a la larga no se consustanció, por recurrencias doloridas del entrañable camarada.

Letras tiernamente amatorias -con dejos de nostalgia, de tristeza enquistada- surcan las hojas de Piedra loba: “Eres la única fortaleza en pie,/ la poca familia que me queda,/ mi iglesia solidaria,/ mi lágrima inútil, disecada./ Lo escaso que cuento con amor eres,/ mi humedad relativa,/ sano fruto al tiento del sentido,/ alimento de la patria que prefiero,/ orquídea vertical, almendro, trinchera,/ mi personal resistencia/ después del golpe de Estado”.
A Berta, su  íntegra costilla, confidencia: “La noble inclinación de una acacia/ toca el artesón,/ fronda, parasol/ que guarda aquella persiana azul en que estás como ida, aún en pie, amándome./ Faenas con el agua,/ esferas las voces de la tarde con el brillo planetario de los platos./ Vas como un ángel descalza por la casa,/ provees de pan la palabra,/ vuelves y es mi cuerpo el altar que te guarece./ Con ternura abrazamos en el otro/ la onda raíz de amarnos./ Nuestro acuerdo es la mar que no cesa,/ y creemos -como niños-/ que los días de este amor serán interminables”.

Después, cuando Pompeyo del Valle me trasladó el deseo de dar al público su trabajo en prosa historia de un daiquirí, nos dimos con Rafael a la tarea gustosa de revisar la copia, librarla de eso que el humor nerudiano llama erratas y erratones  -de orden formal-  y ordenar junto al autor los trozos minimalistas que conjuntan el texto.

El 31 de diciembre de 2016, el poeta Rivera nos dio el informe conductivo a la parte del examen por él cumplimentada. “El concepto de este regalo de Navidad y Año Nuevo 2017 -denota en su envío- ha sido materializado gracias al poder de convocatoria de Armando Valladares y de acuerdo con las indicaciones del poeta Pompeyo del Valle”, concluyendo generosamente: “Reciban este presente -un regalo de Santa para nosotros tres- con muestras de mi gratitud por confiarme la hermosa encomienda y como muestra de mi respeto y admiración por la milicia vital de Pompeyo con la poesía”.

Merced a la fineza de Tilsa Aguilar, el libro vio la luz en abril de 2017. El irreprimible agravamiento de Rafael y con causas ingratas impidieron que no viese la obra -primorosamente impresa en Spacio Gráfico-, si bien habíamos releído y glosado el pasaje que nos obsequió Pompeyo en este último fruto de su fértil cosecha: “(33) Amigos. A veces,  con el sol en el cenit, venían a mi domicilio mis amigos Óscar Armando Valladares y Rafael Rivera. Cantaban hermosas canciones con sus también hermosas voces. Hablábamos de libros, de política y de mujeres; pláticas de hombres maduros que han padecido y gozado el amor. Por dos o tres ocasiones, llegó con ellos una amiga de la Universidad, Evelia (nunca conocí sus apellidos), con una ramita de olor en la mano”.

En los aires friolentos -si es que no fraudulentos- de noviembre, vale contraponer la calidez humana de Rafael Rivera y enfrascar el agua termal de su cantiga: “He trasvasado la edad solemne de mis años,/ y, ya sazón,/ exquisito como he sido para todos mis amores/ lo estoy para la muerte./ Debo confesar que busqué ser feliz/ con una que dispuso, para mí solo,/ el más generoso frutal que dio mieles,/ trigo y vino/ a la fronda secreta del monte de venus./ Busqué ser feliz./ pensaba que existía el amor, esa patria,/ y que los sueños de dicha y de grandeza/ no harían de mis huesos/ ruinas bajo la tierra./ ¿Será mejor no amar,/ perder,/ morir?/ Busqué ser feliz…/ Mas, por favor,/ apaguen esa radio,/ cieguen la tele,/ que el himno me hace niño/ y, acaso, llorar”.