LOS LIDERAZGOS

YA que mucha de la atención reposa en la sincronización hipnótica al bochinche, es menester –si es que todavía hay espacio a la reflexión– reproducir lo que decíamos en esta columna editorial la semana anterior: Sorprende la insensibilidad de la clase política de presenciar con gozo los irracionales brotes destructivos que repiten –corregidos y aumentados– escenas de violencia aparejadas con iguales manifestaciones del odio instigado durante la pasada crisis política, sin más sentido que crear zozobra en la población. Los reclamos de cualquier naturaleza, si lo que pretenden es protestar para conseguir enmendar lo que reclaman y no incendiar el país, se hacen de manera pacífica. Hasta ahora las imploraciones al sosiego urgiendo la paz, hechas por las iglesias y otras instituciones referentes de la vida nacional, pareciera que han caído en oídos sordos.

Los mismos extranjeros invitados que desarrollan una labor fraterna como observadores internacionales –que nada perderían en lo personal si otro país ajeno se convierte en un bochornoso infierno– con la solvencia de su autoridad, han hecho un llamado a la calma. Piden paciencia y hacen cautelosa excitativa a que cesen las olas de pavor. La misión de la OEA –encabezada por dos reconocidos expresidentes demócratas– pudo conseguir que las partes que se disputan la presidencia suscribieran un pacto, comprometiéndose a respetar los resultados una vez escrutadas todas las actas de votación. Un respiro para que en el término de pocas horas –el mínimo que toca para revolver los instintos primitivos que subyacen en los seres racionales– aquella fructífera gestión fracasara. Quizá no por falta de lucidez de quienes firmaron el acuerdo, sino de quién sabe cuáles otros intereses, ansiosos de mantener al país agitado. Escribimos estas líneas a sabiendas que los consejos de poco sirven. La gente por lo general los pide a ver si el que los ofrece concuerda con lo que ella misma quiere o está pensando. Si así es, si se trata de avalar el mismo criterio, el consejero es un maestro. Si contradice el capricho o su modo equivocado de ver el escenario, la reflexión obsequiada irremediablemente cae al cesto de la basura. Así nos ha sucedido con muchas de las valiosas sugerencias que hemos dado, que dejan de ser valiosas cuando quien las recibe no las comparte. Hasta en nuestro mismo partido. Llega un momento cuando la buena fe de intentar evitar la debacle –condensada en el conocimiento y la intuición que da toda una vida de experiencia, tanto por los amargos reveses de duras lecciones como de los inmensos logros de infinito orgullo– choca contra paredes de autosuficiencia para convertirse en estorbo.

Dicho lo anterior. Los verdaderos líderes conducen, no se dejan arriar. Orientan a sus seguidores a la vez que los guían. Al momento de la lucha pero también en el instante que debe reinar la sensatez. La defensa de los principios y los reclamos se hacen dentro de parámetros civilizados que eviten el caos y permitan construir soluciones. La anarquía –como en la época del terror de la Revolución Francesa que condujo a la toma del poder por Napoleón Bonaparte– termina tragándose a sus mismos instigadores. Si gustan grandeza busquen en otro lado. Digamos, en lo que hizo Nelson Mandela en Sudáfrica, quien después de haber sufrido años de innombrables vejámenes en su soledad carcelaria, salió sin precisable rencor hacia sus martirizadores a reconciliar su sufrida nación, lo consagra a niveles inalcanzables de trascendencia.