Lecturas previas

Por: Segisfredo Infante

Nuestra vida personal está hecha de muchas simplicidades. Los lugares en donde hemos coexistido con otras personas; las gastronomías; la familia; los parajes hermosos; los estudios; los amigos; las angustias; los viajes y los momentos de felicidad pasajera. En el caso de un posible intelectual se añaden las lecturas importantes (o la ausencia de lecturas), que hayamos podido experimentar en el curso de la existencia. En mi caso individual debo repetir que durante mis años de infancia y de preadolescencia, apenas tuve en mi cabecera una gruesa Biblia que me había obsequiado mi abuela materna (doña María de los Ángeles López Hernández) y un pequeño diccionario escolar, razón por la cual leía y degustaba, inmediatamente, todo aquello que se acercaba a mis ojos y a mis manos.

“Mama-Toya”, o doña María Victoria Chinchilla Maldonado (o Maldonado Chinchilla), el ama de llaves en la vieja casa de Villa Adela, en Comayagüela, en donde vivíamos con mi madre olanchana después del fallecimiento de mi padre español en San Pedro Sula, me introdujo previamente a las primeras letras, a los cinco años de edad, antes de ingresar a la primaria en la Escuela “José Santos Guardiola”, mediante las páginas de una enorme Biblia ilustrada, y las grabaciones en cintas magnetofónicas de varios poemas, entre otros, “La Casita de Pablo” de Alfonso Guillén Zelaya, y “Reír Llorando” de Juan de Dios Peza. También me enseñó a bailar con los valses vieneses de la familia Strauss. Que Dios tenga en la gloria a la amable y devota “Mama-Toya”.

Años más tarde, después de algunas incursiones en Olancho, y de una breve estadía de siete meses en mi ciudad natal, San Pedro Sula, regresamos a Tegucigalpa y nos instalamos en el Barrio “Los Dolores”, a la par de la preciosa iglesia colonial católica, de estilo mixtilíneo, construida por los gürises pardo-mestizos, y localizada en el barrio del mismo nombre. Vivíamos en una casa de huéspedes con doña Nohelia López (mi tía materna favorita). Ahí, a los trece años de edad, redescubrí el viejo Mercado “Los Dolores”, un hermoso edificio de dos o tres plantas, en donde vendían buen café y buen pan de cocina. Por su limpieza el mercado aludido sólo podría compararse con el “Mercado Guamilito” de San Pedro Sula. Con una especial diferencia, que en el mercado tegucigalpense existía un puesto de revistas y pasquines, que alquilaban por diez centavos cada leída. Ahí mismo descubrí una colección de revistas llamada “Vidas Ejemplares”, con las biografías de varios poetas y dramaturgos de América Latina, Asia y Europa.
De tal suerte que me senté a leer, durante varias semanas, toda la colección. Frente a mis ojos soñadores desfilaron, entre otros, los nombres de Rubén Darío, Calderón de la Barca, Amado Nervo, Fray Luis de León, Ramón López Velarde, Andrés Bello, José Enrique Rodó, Salvador Díaz Mirón y creo que José Martí. Nunca he olvidado tales nombres y tales lecturas que retomé, con mejor criterio, al ingresar años más tarde al Instituto Central “Vicente Cáceres”. Sobre todo recuerdo las traducciones de los autores chinos de la Dinastía Tang, los poetas Li Tai Po y Tu Fu, cuyos nombres han sido modificados en nuevas traducciones y ediciones bellísimas (de la Editorial “Hiperion”) que me trajo desde España, en diciembre del año pasado, el embajador don Norman García.

Desde luego que reabro en este pequeño y simplísimo artículo, una parte de aquellas lecturas primigenias, que son un tramo de la vida íntima de un escritor en acto o en potencia, para decirlo a la manera aristotélica. Me refiero a los textos cuando aún no tenía ningún libro en mis haberes, hasta que logré ganarme mi primer lote de veinte volúmenes en un concurso de oratoria en el mencionado Instituto Central, en mi primer año de “Ciclo Común” secundario. Y cuando comencé a comprar algunos libritos de la “Colección Setenta”, en la vieja Librería “Atenas”, localizada en el costado norte de la Iglesia Catedral de Tegucigalpa. Ahora, en el atardecer de mi existencia otoñal, tengo una pequeña pero formidable biblioteca “atruncuñada”, cuyos libros jamás terminaré de leer o de hojear, ya que el horizonte personal se “angosta”, según una expresión de Ortega y Gasset.

Repito y amplío estas imágenes por el puro placer de hacerlo. Pero especialmente por el hecho irreductible que ciertas personas, incluyendo familiares, exhiben la tendencia morbosa a distorsionar los sucesos reales de la biografía de un escritor. Se inventan o exageran cosas que nunca sucedieron, como para jactarse que le conocen cercanamente, aun cuando ni siquiera sospechen algo esencial de su verdadera personalidad.