Arde Sophía

Por Rolando Kattan

El día antes de la erupción del Vesubio, Venus, la diosa del amor, recorrió las calles de Pompeya. Los dioses son grandes y ella tenía que inclinarse para ver por las ventanas a los individuos insignificantes. Se lo leí a Maja Lundgren: Solo en Pompeya Venus desciende para arreglar asuntos humanos. Aterriza en el anfiteatro, con sus dos pies enormes e incomprensiblemente bellos. Solo en Pompeya, en cualquier otro sitio, en los infinitos puntos de la cruz del tiempo, no desciende nadie. Esta es la razón por la cual, los insignificantes andamos por la vida, sin oráculo y sin sextante, desamparados. Los presagios quedaron amarrados en los códices de antiguo y, como el mar erosiona la piedra, olvidamos la lengua de las deidades.

Jorge Luis Borges, el último vidente a la usanza de los clásicos, el ciego que explora los sueños y salta entre las páginas helénicas, nos recuerda la infecunda historia de Midas, para encarnarnos esa “magnífica ironía de Dios” de darle a la vez “los libros y la noche”: De hambre y de sed (narra una historia griega) / muere un rey entre fuentes y jardines;/ yo fatigo sin rumbo los confines / de esta alta y honda biblioteca ciega.

La obsesión de Vulcano por los libros comenzó en Alejandría, y desde entonces, atrapado en el laberinto de Midas cada vez que su mano ardiente los alcanza, en llamaradas aurinegras arden todos ellos. El último encuentro de este trágico idilio ocurrió en el 17. No había alumbrado el sol del 30 de noviembre cuando un incendio redujo a brasas, la Biblioteca Reina Sofía y con ella la Casa Ramón Rosa.

No era una casa cualquiera, en ella a finales del siglo XIX los intelectuales de la época se reunían en tertulias para idear un estado. Ramón Oquelí solía decir que Honduras no iba nunca en retroceso, si fuera en contramarcha nos encontraríamos a grandes hombres, nos acercaríamos a la Reforma Liberal. No, vamos para abajo, sentenciaba.

La Casa Ramón Rosa, era un símbolo de esa Honduras posible, a veces el mejor futuro puede estar en el pasado: en los tenues pasajes de un piano o en el espíritu de los patios de los hombres ilustres.

Recorrí los escombros, cuando todavía ardían los restos de madera y de adobe, lo sé por el chasquido de mis lágrimas al caer, y empuñando las inútiles llaves de la mansión vencida por la desgracia, susurraba a Dios un ¿porqué?

Recordé aquellos versículos del Génesis y supliqué como Abraham por los justos que merecían el museo.

Antes que cayera el sol del 30 de noviembre, el país ardió de nuevo, en revueltas y tomas. Aquí nada tenía que ver Vulcano. Las imágenes eran de Sodoma y Gomorra, el triunfo absoluto de los pecados capitales. Y recordé Pompeya, a Venus caminando entre los lugareños. Ya no descienden, es cierto, pero dan señales: La Casa Ramón Rosa ardió el mismo día como un presagio. Ya Unamuno lo dejó bien claro: ¿Qué es eso de “por la razón o la fuerza”? Por la razón y siempre por la razón.

Hoy un fuego nos orilla a los despojos, pero mi verde corazón presiente el olor del nuevo adobe construyendo la misma casa. Será de todos edificar en ella los altos valores que le darán un alma. Sino es así, que nos maldigan por siempre las cenizas.