“Yo, El Supremo”

Por Juan Ramón Martínez

He estado en la sede de la RAE, en Madrid; y dentro del programa de Ediciones Conmemorativas, en la presentación de “Yo, El Supremo”, del paraguayo, Augusto Roa Bastos. La presidenta de la Academia Paraguaya de la Lengua, ha hecho el discurso apologético y el miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, el análisis literario de la novela alrededor del tema del poder y de la irregularidad mayor: la dictadura. Que en nuestro continente, contrario a lo ocurrido en Roma que, se elegía a un hombre virtuoso para dirigir el imperio durante una crisis, con tiempo de caducidad, es una suerte de enfermedad del poder, de incapacidad de quien lo ejerce, como alcohólico incurable, que no puede vivir sin su ejercicio que, integrado en su personalidad, en forma que su abandono, solo lo hace por la fuerza o la muerte. Roa Bastos, en un préstamo teológico que nunca disimuló, reconoce que hay entre nosotros, un monoteísmo del poder, en que el gobernante es un solo Dios, porque quienes les acompañan son figuras mortales, incapaces incluso de imaginarse con méritos para sucederle.

América Latina parece haber inventado al dictador supremo. Gaspar Núñez de Francia, eje de “Yo, El Supremo”, Porfirio Díaz, Francisco Santa Ana, Estrada Cabrera, Maximiliano H. Martínez, Tiburcio Carías Andino, Anastasio Somoza, Pérez Jiménez, Fulgencio Batista, Rafael Trujillo, Fidel Castro, Augusto Pinochet, Perón, etc. etc., son ejemplos de hombres para los cuales el ejercicio y goce del poder, constituye una suerte de patología incurable, y en donde entre su figura humana deificada por los cortesanos, con historia girando alrededor suyo, la seguridad y el porvenir, forman una sola cosa. Y en la base, un pueblo acostumbrado a su excelencia, convencido que el régimen de lluvias, el comportamiento de las olas y el apoyo internacional, está subordinado a que el gobierno esté siempre en las manos del “dictador”. Que no solo sabe hacia dónde va la patria; cómo cuidarla de todos sus enemigos, preservando la tranquilidad de sus ciudadanos, en que más que tales, se consideran hijos putativos de quien, se ha erigido en padre de todos. Es decir que así como opera un dictador que controla todo, hay un pueblo –con excepciones individuales– que se deja, de forma consciente y deliberada, dominarse por la augusta presencia del hombre que domina todo, incluso el movimiento de los astros en el cielo.

Este hecho, comprobable fácilmente, puede hacer creer que, entonces, un continente de dictadores, es productor de novelistas distinguidos. Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y el mismo Augusto Roa Bastos, son así, también, obra del dictador. Y no como es realmente: que estos geniales escritores son los que han inmortalizado, como personajes literarios singulares, a estas expresiones esperpénticas del género humano, volviéndolas digeribles, identificables y risibles para los lectores. La Unión Soviética debió producir un gran novelista, porque tuvo en José Stalin el más grande dictador de su tiempo; que Alemania había prohijado el escritor extraordinario fruto de la creatividad de Hitler; Chile tendría otro igual, fruto de Pinochet. Y que incluso España, con Franco habría alimentado al novelista de la dictadura que no se encuentra en ninguno de otros países. Pero es que los dictadores pueden hacer todo: controlar lo controlable, volver abyectas las clases más despojadas de controles morales, dependientes e inútiles a los pueblos, determinar las horas y ordenar los calendarios; pero nunca producir novelistas de prestigio, con novelas inolvidables como El Señor Presidente, El Otoño del Patriarca, La Fiesta del Chivo y, precisamente, Yo; El Supremo, obras cumbres de la imagen humana y verdaderos monumentos de lo más alto en donde se puede empinar el lenguaje humano.

Honduras, tiene dictadores –en su pasado y en su presente, amenazando su futuro– pero no cuentan, con el escritor de fuerte estómago, que haga de estas excrecencias humanas, figuras risibles, ejemplos de la deformación de la mente humana y prueba del monoteísmo del poder, destruyendo ciudades y poniendo a naciones de rodillas sobre el estercolero, convertidas en figuras literarias ejemplares. Eso, no ha ocurrido. La dictadura puede arruinar todo; destruir la paz y la tranquilidad; pero es incapaz de un acto creativo trascendente. Eso sí que no. Puede quemar todo, derribar estatuas; pero los dictadores no producirán grandes novelas. Nadie usará su talento para endiosarlos.