Atardecer sin maletas

Samuel Sandoval.

Sentado a los pies del maestro músico Beethoven, ansioso, con las manos vacías, estaba en la Plaza Central de México, D.F. había llegado hasta ahí, flaco, andrajoso, sucio y peludo. A las personas que pasaban cerca les preguntaba. Ellas miraban su reloj asustadas. Él se volvía  y revolvía  en su puesto. Alguien llegó y dijo:

¿Trajo usted equipaje?

_No necesito maletas este atardecer.

_ ¡Ah!, es usted. Esa es la contraseña. Me alegro, tengo  pasaportes  y pasajes. No le faltará comida, bebida y mujeres. Sabe, es mi segundo viaje. No sé si cometa un error al decirle que le harán un examen y si lo aprueba, tendrá un maestro. Tenga sus papeles. Mañana temprano, partiremos.

_Gracias,  ¿Se llama usted?

_Lun Yü.

_Usted es Samurai, Lun Yü.

_Más que eso. Se mudará usted de ropas y cuando viajemos no acepte bebidas alcohólicas.

_Lo haré. No preguntaré…_ Acoté sereno.

Nadie reclamó su porte godottiano porque lo neutralizaba el reflejo de su guía: autoridad espontánea, fuerte y resuelta; sencilla y modesta en sus modales breves y corteses. Al lugar público que llegaran, él ordenaba, pagaba; esperaban, recibían. Lun Yü se despedía  con una pequeña inclinación de cabeza. El levantaba la mano derecha. Cada quien se fue esa noche, en el hotel a su habitación.

Ambos intercambiaban miradas hacia el aeropuerto, aquel amanecer. Un largo viaje les esperaba…

_Llegamos. Le doy tres minutos para que se invente un nuevo nombre_ dijo secamente.

Se agitó. Empezó a caminar más despacio. Lo empujaron. Se sentó sobre una banca. Elevó sus manos hacia su cabeza, como buscando, pues habían viajado más de diez y ocho horas. Sin perturbarlo su guía lo esperaba.

_Pang…_ Murmuró.

_Pang… P´ang-tu_.  Gritó finalmente.

Lun Yü, regresó:

_¡Bien!  Con que antiquísimo: se dice, “P´ang-ku”.

_P´ang-ku… muchas gracias.

_Páng-ku cuando lleguemos al Monasterio, será la última vez que lo mire. Gracias por no hablarme durante el vuelo. Al instante que entremos, lo presentaré. Le atenderán y en algún momento le llamarán. Si lo dejan solo, luche. Si llegara a tener compañía, no pregunte nada. Aconsejó.

El tañido de un bombo despertó a P´ang-ku. Se repetía vibrante, suave y sonoro. Había dormido sobre una especie de tapete de suaves lianas. No había más. A la puerta no se le podía echar llave. Recordó cómo silenciosamente llegaron y cómo Lun Yü lo presentó y se marchó sin decirle nada, aunque él dio las gracias. Salió y vio que quienes hacían fila vestían el sayo que le habían entregado. Tenían un cuenco pequeño de reluciente madera y  murmuraban. Se sumó a la fila, desentonó con su feroz pelambre. Se le acercó un monje, he inclinándose le ofreció un tazón.

_Gracias. Murmuró.

Llegaron más monjes, pero alguien en la cabeza de la fila se salió  y vino  donde P´ang-ku, le habló en  español:

_Estoy invitado. ¿Cuál es tu nuevo nombre?

¡Busco… Discúlpeme! _Exclamó al tiempo que se pasaba al último puesto en la fila. Al instante recibió de los demás una reverencia porque se colocaba más allá de los asuntos cotidianos como  beber y comer.

Un tenue silencio, una brisa fresca, el canto de un ave, la música  del roce de las ramas en los cerezos y el compás de la caída del agua en la fuente cercana como meditación se impuso. Unos oídos finos, unos saltones ojos, una ancha nariz, una boca ansiosa, unas orejas enormes, unas manos finas y unos pies sensitivos hubieran en ese momento captado la armonía que los envolvían como un torbellino cósmico. Los elementos primarios: el metal y la madera  callaban en el interior del Monasterio.

Afuera, la tierra, el fuego, el agua  como alimentos nutrieron a Páng-ku y a los demás, dándoles energía interior.

P´ang-ku empezó a recorrer el Monasterio, lentamente primero, y cada vez más rápido como se lo permitieran sus fuerzas.  Buscaba, pero sabía qué. Llegó a tal conmoción física y síquica que gritó: debo controlarme. Lo habían, aparentemente, dejado solo. Recapacitó.

_Debo controlarme para encontrarlo. Gritó.

Anochecía. P´ang-ku no vio ni encontró a ninguna otra persona ni vio una luz.

_Dormiré y así tal vez en mi sueño pueda alcanzar el vacío completo para no desesperar y  fallar a cualquier interrogante_. Dijo. Regresó al cuarto y quedó así atrapado en la soledad gratuita de la noche.

Al amanecer una nueva idea empezó a repetirse.

_Debo trascenderme, trascenderme_ dijo quedamente. ¿¡Cómo!? ¡Negándome! Por favor, no debo hacerlo. ¡Ya sé!, es una trampa, una argucia, una distracción. Me han dejado solo. Presiento que me vigilan. No debo enfermarme. Buscaré como alimentarme.

P´ang-ku recordó entonces un solitario sendero que había seguido el día anterior. Lo empezó a buscar. Ningún eco de la tarde y más nada le importaba. La decisión era descubrirlo. Lo encontró cuando ya la noche empezaba a abrirse camino por las retorcidas raíces del día. Lo siguió, de pronto, allí estaba oculto por enormes árboles: el Templo. El templo era enorme. Lo formaban cinco pagodas superpuestas.

Anochecía.  P´ang-ku, entonces, perdió el control y corriendo empezó a recorrer, primero los salones de la primera pagoda, gritaba: ¡Maestro, maestro! Buscó en la segunda pagoda y en la tercera pagoda haciendo lo mismo; en la cuarta y quinta jadeante apenas balbucía: ¡Maestro, maes…! Entonces tomó una decisión.

_Voy a bajar y mañana vendré a descubrir el secreto de este Templo. _Se dijo.

Se fijó en algo: habían dos escaleras, pensó: subí por esta y no hallé nada; bajaré por esa, a ver qué encuentro.

No descubrió nada en la cuarta, en la tercera, en la segunda; pero, en la primera pagoda donde terminaba la escalera había una puerta. Ya estaba oscuro, P´ang-ku abrió esa puerta. Para su sorpresa vio en la penumbra un monje en posición de loto.

P´ang-ku cerró la puerta  y pensó: “La clave está en  los monjes que meditan en algún  salón de cada pagoda. Ya es de noche y por respeto no lo despertaré. Deberé interrogarlos para determinar si alguno será mi maestro. Dormiré y buscaré con qué alimentarme mañana”.

Contemplar a alguien que nace, que se desarrolle, que se aniquile, que mate a su Dios y a su daimon es horrendo, horroroso, tenebroso, terrible e inimaginable y del todo increíble. Él no oía que la noche se callaba, hacía brillar en su vestido las estrellas más luminosas por momentos, para tratar de escuchar y penetrar en el misterioso ser de P´ang-ku. Tal vez hay algo de un luminoso equilibrio en el ser durante la noche y algo oscuro y cruel durante  el día.

Otra vez, el universo había cambiado. La metamorfosis de los elementos durante la noche no se detenía.

El día se asomó y resueltamente nada le ayudó a resolver el problema de su memoria existencial. El camino se torció y ya tarde pudo regresar al Templo. Paso a paso llegó hasta la base del Templo. Recapituló lo que pensó que tenía que hacer en un tiempo determinado. Miró hacia lo alto del Templo y comprendió que las pagodas correspondían a los cinco elementos. Había tenido un recibimiento amable, y ahora lo embargaba una soledad angustiosa. No una soledad gratuita, una soledad  terrible: la soledad interior.

Pensó: “tengo que hacerme. Es decir, volver a nacer: succionar, llorar, reír, balbucir, gatear, caminar, tropezar, saltar, volar y soñar; aprender y morir; enseñar y recordar en una comunidad terrible, heroica; cercada y protegida por hombres y leyes; a veces sublimes, a veces insufribles”.

Parecía que la tierra lo sustentaba debajo de sus pies. Las cinco p0agodas superpuestas estaban allí para comerlas como un pastel. ¿Por qué? Porque lo fácil es llenarse. Entró al  primer salón de la primera pagoda. Recorrió salón por salón como en cámara lenta. Entró en el salón del centro donde estaba en posición de loto un monje con la cabeza agachada. Le habló y como no le contestara, le puso una mano sobre un hombro; y,  para su asombro este se quebró.

Era una réplica de arcilla de un meditativo Buda. Se llenó de ira, le dio un  puntapié en la base. Se hicieron añicos en las paredes los restos de la estatua. P´ang-ku, descubrió una pequeña moneda misteriosa que brillaba, la recogió. Sintió que pesaba como el mundo y que se le complicaban más las cosas. Algo dentro de él cambió.

_“¡Tengo la tierra”!_ Gritó.

La oscuridad lo narcotizó  y se durmió aferrándose a la moneda de oro, recordando que había disfrutado el blanco arroz.

P´ang-ku al amanecer buscó que comer. Escuchó el lento lenguaje de la naturaleza, después, más rápido el de los animales; sorbía una frecuencia de olores y miraba ansioso todo lo que se movía. Cuál fue su asombro al descubrir un nuevo Buda en un salón de la primera pagoda.

No fue hacia él. Subió lentamente a la segunda pagoda. Se asomaba de salón en salón y no encontraba al Buda. Abrió  una ventana y escuchó llorar dulcemente una fuente. Esto lo hechizaba y lo hacía permanecer en las ventanas más tiempo tratando de verla. El hambre lo atenazaba y lo abrasaba una sed terrible.

Era tarde y no tenía respuesta alguna ni a su sed ni a su hambre ni a su soledad.

_¡Me he equivocado, el Buda está en el salón del centro no junto a las ventanas!_ Exclamó.

Lo encontró y se puso a examinarlo; tenía una expresión de reprimido llanto. P´ang-ku se encolerizó y lo derribó. El Buda estaba lleno de agua. Inmediatamente se tiró a beber al piso, a beber sediento. Pero dejó de hacerlo cuando escuchó que el agua caía y se levantó. Miró y corrió, justo a tiempo para tomar una fascinante moneda  cerca del orificio. Los instintos primarios al igual que sus pulsiones estaban apagados y la noche, arropándolo amorosamente como a un niño lo cobijó. No tenía fuerzas para regresar al pabellón de los cuartos. P´ang-ku se durmió con una moneda en  cada mano, cual talismanes. Soñó: “por lo menos el agua me…”.

Algo en su interior lo empujaba hacia arriba. Murmuraba apagadamente mientras subía: “debo subir, debo subir, antes de…”. Débilmente subía la escalera, como queriendo emerger a lo insólito. Había perdido la noción del tiempo. Antes el tiempo para él no había sido cosa alguna para asirlo con las manos y, así llevárselo a la boca. Ahora el tiempo era la materia con que él alimentaba su vida. Es que el tiempo, es soledad, silencio, luz, color, sonido, materia… es una maravillosa mercancía.

P´ang-ku hizo un nudo en su sayón con las monedas. Estaba en la tercera pagoda. Deambuló por algunos salones, habría las ventanas y algo lo retenía en ellas. Ante él se mecían llamándolo las ramas de los árboles. Él se quedaba entonces absorto, como recordando que sin darse cuenta, se crece. Algo rompía ese hechizo y seguía sin encontrar al Buda. Pronto anochecería.

_¡Maestro!_ Gritó.

Nada respondió más que el eco de lo natural. Cansado empezó a abrir violentamente las puertas con los hombros. De pronto lo vio, fue hacia él. Era un Buda enorme de madera, estaba frente a la ventana,  pero la cabeza la tenía al revés. P´ang-ku dio la vuelta, vio la  expresión de tristeza en sus ojos y lo que miraba: una vasija. P´ang-ku recordó… Le agarró con furia la cabeza hasta girarla. El cuello se quebró y otra enigmática moneda cayó al suelo. P´ang-ku fue hacia la vasija. Esta tenía agua… bebió. Algo lo fulminó desde adentro como un rayo. Cayó al suelo.

Despertó. Algo allá, afuera de las ventanas brillaba. Era el sol. Se asomó a una ventana y se quedó momentáneamente ciego. Se acordó de la fantástica moneda y se regresó a recogerla.  Deshizo el nudo y se dio cuenta que todas las monedas eran de oro, pero diferentes. Rehizo el nudo. Regresó a tomar la vasija y bebió. Después gritó como enloquecido: ¡Maestro, maestro! El eco se perdió y nadie le contestó.

_¡Debo subir! _La mayoría,  pensaba  P´ang-ku  levantan sus ojos para  ver… a su Dios o a sus mayores o a sus jefes o a la lluvia; al cielo_. P´ang-ku se propuso, entonces, llegar a enfrentar inmediatamente al  Buda de la cuarta pagoda. Empujando y tropezando abría las puertas. Lo encontró. El Buda era de metal y tenía una expresión de asombro. Lo levantó, pesaba tanto que lo dejó caer. La madera crujió. P´ang-ku desplazó el Buda, vio un hueco en el piso. Allí estaba otra  extraordinaria moneda. Empuñando la moneda subió con las últimas fuerzas que le quedaban a la quinta pagoda. Habría las ventanas, miraba absorto como el  sol a lo lejos se iba empujado por la tarde. Inusitadamente exclamó:

_Este es mi  heroico último instante, la buscaré_.

La encontró: para su asombro, tenía una expresión desorbitada. De su boca abierta salía fuego; allí estaba colocada la atractiva moneda. Rápidamente la tomó, sin darse cuenta la dejó caer. Y entonces arrastró iracundo al Buda que lo quemaba y lo lanzó  por una ventana.

El hambre lo torturaba; la soledad lo enloquecía; punzante sentía la quemada en la mano. Recogió la moneda y junto a las otras, las sumó al nudo. Empezó a bajar lentamente, de pronto empezó a correr como perturbado. Cruzó salones, retumbaban las puertas, salió del templo y continuó y continuó corriendo.

Jadeante se detuvo, estaba frente a un altivo portón de madera. Se dio la vuelta y a su derecha vio un pequeño jardín; estaba anocheciendo. P´ang.ku se adentró y descubrió un pequeño Buda que miraba apaciblemente y embelesado el cuenco de sus manos. Se acercó.  Miró lo que él contemplaba. Algo pasó en su interior. Quedamente imprecó: “¡enséñame!”. Firmemente desató el nudo y tomando resueltamente las cinco monedas se agachó a colocárselas. Se levantó gritándole conmocionado: ¡prefiero la moneda del sol!

El Buda como por encanto se transformó en un sublime monje.

_¡Seré su maestro!_ Dijo con voz pausada.

P´ank- ku cayó desmayado.

P´ang-ku fue despertado y sin mediar palabra un monje le indicó con un gesto que lo siguiera. Movimientos de calentamiento, estiramiento y fuerza. Quedó agotado y adolorido. Después, entraron a un comedor donde un rumor de tenues voces bullía, atenuando la sutil música producida por el choque de los palillos contra los cuencos de madera. Él comió  y bebió vorazmente. Su guía lo condujo hasta otra habitación en donde un monje estaba sentado en posición de loto frente a una ventana. Cuando P´ang-ku se le acercó, este se levantó y volviéndose  dijo:

_P´ang-ku, ayer te desmayaste,  dime ¿qué guarda tu corazón y tu mente?

_Mi patria, hoy está pasando  por un trance muy difícil. En ella han desaparecido todos los valores. Nada ni aún lo sagrado se  respeta. Vamos hacia el  abismo. Hacia el caos. La disolución nos espera. Agregó.

_Esa sentencia es de Gautama Buda Fonseca,  P´ang-ku. Tendrás que aprender a ser inaudible, impalpable e invisible. Cuando regreses lucharás entre amigos y enemigos para  cambiar la tragedia que embarga a tu pueblo para que logren la completa unidad con tus hermanos vecinos. Empecemos: ¡concéntrate y defiéndete!

Pasaban  los días y P´ang-ku solo oía pronunciar a su maestro desde el amanecer, el atardecer y durante la noche:

_¡Concéntrate, defiéndete y aprende!

Como no protestaba, el maestro pasó a enseñarle otras cosas…, le decía:

_¡Aprende, atácame, transfórmate!

Y a mostrarle otras más…, y otra cosa más…

_Transfórmate, atácame y vénceme.

Y a invitarlo a otros lugares fuera del convento…; y, de pronto… sorpresivamente el maestro le dijo:

_P´ang-ku mañana regresarás. Hoy durante la noche tendremos el último combate, pero antes de comenzar elegirás un elemento como arma. Se lo dirás al maestro mayor que presenciará el encuentro, te espero y prepárate…

_Maestro mayor, elijo el agua.

_Que comience el combate.

Pasó la primera hora, la segunda y la tercera y… la metamorfosis en ambos combatientes se iba dando ferozmente. P´ang-ku pasaba de un estado a otro, según el arma con que le atacara su maestro: de líquido a sólido, de sólido a gaseoso, de gaseoso a sólido o líquido…; eso sí, duramente golpeado, castigado y herido, pero sin ser vencido. A una señal del maestro mayor se paró el combate…

_Maestro, me voy, gracias.

_P´ang-ku, recuerda: ¡sé como el agua que es el principio y fin de la vida!