LECHE Y MIEL

TODO tiempo pasado fue mejor”, exhalan con nostalgia los abuelos; pero también los hombres y mujeres entrados en años. Hay algo de cierto en esa proposición popular, si comparamos los años idílicos en que se respetaba a los ancianos y a las instituciones públicas y privadas, con los días aciagos que corren en la actualidad, en que nadie pareciera respetar a nadie, por aquello de la violencia cotidiana y las diferencias aparentemente ideológicas, que en algunos casos podrían ser personales.
El problema con la sentencia popular anterior es que pareciera cerrarle las puertas a toda esperanza presente y futura, que es algo consubstancial a las personas de todas las épocas y regiones. La esperanza es lo más parecido a la fe inconmovible. Porque sin esperanza les resulta casi imposible vivir a todas las personas que sienten que contienen en su interior un alma o un espíritu, de los cuales han hablado los sabios. Esto incluye a los hondureños de los diferentes estratos sociales, que en determinados momentos parecieran encontrarse en callejones sin posibles salidas, cuando menos en los primeros análisis sobre los más graves problemas del país a lo largo y ancho de su historia.
Naturalmente que en el intenso camino de la vida individual y social, se presentan falsas esperanzas, con las cuales los inconscientes desean engatusar a los demás. Pero ese posible escollo no es pretexto para abandonar la esperanza que algún día cercano o remoto el hondureño podrá gozar de estabilidad económica y de libertad completa para abrazar con pluralismo, y tolerancia, las ideas bienhechoras; las más altas actividades científicas; y los emprendedurismos económicos para lograr un nivel de vida superior, con libertad de imprenta incluida, y con espacios abiertos para el librepensamiento, sin menoscabo de las diversas religiones fraternas. Es decir, un país que tenga un refugio adecuado para cada uno de sus ciudadanos. En donde se pueda vivir y morir en paz, sin apremios y sobresaltos excesivos.
Honduras, por sus ventajas tropicales, y pese a los huracanes y otros siniestros de la naturaleza, podría convertirse, con trabajo paciente, creativo y competitivo, en una tierra en donde “mane la leche y la miel”. Comprendemos que se trata de una utopía, pues en los días que corren se percibe cierta oscuridad. La gente humilde está confusa respecto de los acontecimientos presentes y del mismo porvenir. Pero, por regla general, después de la confusión viene la calma, y, como decía un estadista oriental milenario, “un gran desorden bajo los cielos, conduce a un gran orden bajo los cielos”. Y “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, para rematar con otro proverbio popular.
Nuestro país posee riquezas tangibles e intangibles que están como a la espera de las manos laboriosas de los hombres y mujeres de todas las edades. Si no hemos despegado es porque se han atravesado obstáculos relacionados con la cultura de la pobreza y con el viejo modelo de propiedad agraria, que se ha agigantado en el horizonte de la República, razón por la cual tal modelo es injusto, improductivo y generador de hambre y de migraciones internas y externas, que a su vez exhiben facetas positivas y negativas, tal como lo hemos experimentado en los últimos años.
La leche y la miel son buenas metáforas bíblicas para incentivar a la gente a que siga los derroteros que aconsejan las personas más brillantes del país. Decimos lo anterior porque los consejos pueden llover como granizos de fuego, ya que algunos de los consejeros podrían desencadenar desgracias irreparables en la familia hondureña, aprovechando las malas o equivocadas lecturas que ciertas personas, por analfabetismo o con segundas intenciones, podrían estar haciendo de la realidad nacional. En todo caso la formidable esperanza se mantiene hasta el final.