Frente a la estatua imaginaria de Manuel Bonilla

Por Rolando Kattán

Hay una paradoja del urbanismo, las ciudades se vuelven viejas haciéndose más nuevas. Uno cuenta los años por los paisajes que destruye con la mirada. Estudié en la escuela Federico Froebel, un hermoso campus sepultado por un centro comercial, es decir, allá en donde antes florecía una acacia, hay ahora un cajero automático.
La vida es un torrente de agua que fluye y nosotros -frente a esa metáfora-, nos volvemos únicamente un canal, el grifo, barril -sin- fondo donde lo único que prevalece es la humedad.
El primer beso es humedad, aquel nombre escrito en la arena del mar es humedad, todas las memorias de la infancia son humedad. Ahí crecen las lágrimas y de ahí también se nutren las sonrisas. Todo lo demás desagua en la misma lejanía que destiñe periódicos y fotografías.
Amamos los paisajes húmedos, las postales que nos absorben. Un espacio solo se vuelve cómplice cuando le confiamos a sus imaginarias manos un recuerdo, que es también húmedo:
Con mi padre caminamos el barrio La Leona, pero lo que yo caminaba, no recuerdo que fuesen avenidas sino los callejones que se forman en mapas desdoblados: Veinte pasos al norte y diez al este, un caminar en esas rasgaduras, aquellos trazos con los que aprendí a no tenerle miedo a los derrumbes. Por ello vuelvo a los paisajes imaginarios, a los parques donde mi infancia corre y retoma el ritmo de esos años, cuando todo cabía en un andar.
Pero ese barrio ya no es el mismo, en días pasados derribaron la estatua del general Manuel Bonilla.
A quienes celebraron su caída, a quienes se mofaron al ver reducida a escombros la imagen del expresidente o a quienes ignoraron pasivamente este hecho, les recuerdo un solo capítulo que debió salvarla:
En 1905 a iniciativa de don Esteban Guardiola, don Rómulo Ernesto Durón y don Fernando Somoza Vivas, se organizó una junta con el objeto de celebrar el tercer centenario de la publicación de “el Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”. Tutelaron la junta los señores: don Manuel Bonilla (presidente de la República) y don José Manuel Gutiérrez Zamora (cónsul general de México en Honduras).
Su objetivo primario era perpetuar la memoria del genio español, enlazando su nombre a una obra pública, y correspondiendo con los deseos de la sociedad, sirviera de ornato a la capital y fuera a su vez un centro de cultura popular. De ahí que se acordara edificar en la ciudad de Tegucigalpa un teatro nacional, que se denominara Teatro Cervantes. Bonilla autorizó la cantidad de dos mil pesos de la época y mandó a colocar la primera piedra el 5 de mayo de 1905 en los bajos de La Isla.
La primera edificación sucumbió por la levedad del suelo. El sueño del teatro se materializó en la parcela donde hoy se impone. Y en memoria de Bonilla, quien hizo posible el sueño, hoy lleva su nombre.
Quien destruye un monumento de su historia se destruye a sí mismo. Sirvan estas palabras para elevar la imaginaria estatua de Manuel Bonilla al celeste estatus de húmeda.
Aunque para mí sigue en el paisaje, viva, como las paredes de mi vieja escuela, no puedo dejar de preguntar -sentado en su base y frente a sus escombros- a la manera de Santiago Zavala, protagonista de “Conversación en la Catedral” de Mario Vargas Llosa: ¿En qué momento se jodió Honduras?