EL ODIO Y LAS ESPINAS

LEÍMOS que directores de medios de comunicación estuvieron reunidos con una comisión de diputados, informándose de los alcances de la iniciativa presentada en el pleno sobre control de campañas de odio y discriminación a través de redes sociales e internet. Suponemos que la cita fue para discutir aspectos de la libertad de expresión. Quizás antes de entrar a esas nuevas indagaciones, los comunicadores hubiesen inquirido qué fin tuvo la cuestionada reforma aquella al Código Penal mediante la cual podían acusar a medios y periodistas de incurrir en “apología e incitación de actos de terrorismo”. Ya que si la norma sigue vigente, ni hablar de las demás amenazas a la libre emisión del pensamiento. Interesante eso de legislar para que desaparezca el odio, e incluso eliminar las mentiras, en las comunicaciones que se realizan por los móviles, los aparatos digitales, las plataformas de internet, en fin, todo lo que ha cambiado la naturaleza como el comportamiento de las sociedades modernas virtud de la nueva tecnología.
Regular toda esa odiosidad que se transmite, como evitar que se difundan mentiras, es sin lugar a dudas una aspiración loable. La fregada es la parte subjetiva de la cuestión, o sea, ¿quién califica qué es lo moralmente aceptable y qué no lo sea? Por supuesto que el anonimato para agredir es otro aspecto reprochable. La cobardía de encapuchar lo que se transmite. Las redes sociales facilitan el encubrimiento. Precisamente por ello es que resentidos sociales, fanáticos, arrechos, frustrados, enfermos, rencorosos, pueden esconderse en la oscuridad; expulsar su bilis en forma clandestina impunemente. El quid del asunto es no equivocar el objetivo. Sino obligar, no a los medios, sino a los responsables de las odiosidades a quitarse la capucha y dar la cara. Arrimarlos a responder legalmente. Y eso es harto complicado. Porque quien legisla se va por lo fácil cuando no sabe cómo caerle a lo difícil. Digamos. ¿Cómo van a controlar todo el odio y las mentiras que se riegan por los chats y por otros inventos que masifican ahora la comunicación como la interacción entre las personas? Si allí está el grueso del tráfico. ¿Y quién decide qué es mentira y qué es verdad, si la verdad es la de uno y la mentira es la de los demás? ¿Qué es injuria o calumnia si eso hay que ir a probarlo a un juzgado? ¿Quién tiene el poder de interpretar? ¿Un organismo gubernamental? Huy, qué peligroso. Si quieren no quedarse en lo superficial el remedio es aún más peliagudo. Hay que escarbar hasta las raíces. Entrar a las carencias sociales. A las inequidades. A las razones del odio. A los complejos. A la división en la familia hondureña. A la polarización de la sociedad.
Y a las actitudes nocivas que lejos de contribuir a la reconciliación más bien alientan el enfrentamiento. Si se van a meter a legislar sobre una de las espinas del tallo, nada hacen si no logran incidir en otros vicios que deterioran los valores. Comenzando por la falta de respeto a la ley. La casi total pérdida de confianza en lo propio. El creciente clima de sospechas. Y sobre el tema de las comunicaciones. Por ejemplo. Si por esos aparatos digitales la gente no se informa, se desinforma. La tecnología no se ocupa para ilustrarse, para estudiar o aprender, sino para entretenerse. Y eso no solo es vocación del joven. A los viejos se les pegó el mismo resabio de sus hijos y de sus nietos. Muchos de ellos pasan holgazaneando, intercambiando “burradas”, chistes, chismes, videos, invectivas, descalificaciones, en fin, un surtidor de ocurrencias como leña seca que se tira para atizar la ardiente hoguera. Para que el pleito nunca acabe. Desapareció la pasión por la lectura y como en las familias y en las escuelas a nadie infunden la necesidad de cultivarse, de forjarse siquiera una mediana cultura general, las generaciones de ahora –como gran parte de la multitud de boca abiertas que encienden las redes sociales– sobre aspectos fundamentales del país y del mundo pasan en la luna. Es también ignorancia, porque quien tiene talento para debatir no ocupa utilizar el ofensivo lenguaje de taberna. Tristemente hay más tiempo ocioso para odiar que para querer.