Perfectamente desconocidos

Por: Segisfredo Infante
En varios artículos hemos ofrecido las pistas mínimas para rastrear el quehacer literario e intelectual de Honduras. Naturalmente que hay problemas culturales, logísticos y conceptuales para el abordaje de estas sensitivas cuestiones. Uno de tales escollos es que aquí jamás hemos comprendido (con las excepciones de cada caso) que la creación literaria es un largo proceso individual, a veces “interrupto”, sobre el cual se debe indagar desde los orígenes, que se remontan a tiempos anteriores a la Independencia y a la constitución de los Estados federados. En el caso de Honduras hemos mencionado, con propiedad, los nombres de don José Lino Fábrega y de don Antonio de Paz y Salgado, dos escritores hondureños que produjeron obras literarias interesantes, en los tiempos coloniales, pero que son perfectamente desconocidos, porque aquí exhibimos la insana costumbre de aferrarnos a los lugares comunes trillados, ignorando la fragua del mestizaje que se operó durante más de doscientos años entre los españoles, los indios y los negros; mestizaje “catracho” sobre el cual descansa la nacionalidad y la identidad, todavía en proceso de configuración.
Tal dificultad de comprensión, aparte de registrarse en Honduras, se ha presentado en otras “provincias” de América Central. Hasta hace poco comenzó a circular un importante libro que trata sobre la vida y la obra del sacerdote costarricense don Florencio del Castillo, uno de los intelectuales y de los próceres más relevantes de la región, en el contexto de las Cortes de Cádiz y del proceso de anexión y desanexión de México. Pero al hablar de los intelectuales recios, previos al proceso independentista, se suele olvidar el nombre del “Mirabeau” de América Central, como fue rebautizado don Florencio del Castillo en España. También se olvida el nombre del narrador hondureño don Antonio de Paz y Salgado, a pesar que en la vieja Editorial Universitaria le publicamos en forma de libro una importante obra narrativa, con el auxilio de Héctor Leiva, y a pesar que también hicimos una reproducción de uno de sus textos jurídicos en la ya desaparecida revista “Caxa Real”, con el auxilio de Rafael López Murcia. La gran mayoría de literatos hondureños actuales desconoce este delicadísimo detalle, que en fechas anteriores jamás desconoció el periodista y bibliógrafo continental catracho Rafael Heliodoro Valle.
La búsqueda en los diferentes archivos, hemerotecas y bibliotecas sobrevivientes, debe realizarse sin imposturas, es decir, sin prejuicios ideológicos ni literarios actuales. De lo contrario sería imposible leer y degustar el extensísimo y formidable poema “Rusticatio Mexicana” del jesuita guatemalteco, del periodo virreinal, don Rafael Landívar. Por cierto que es uno de los primeros poemas extensos que leí en mi ya lejana juventud. Debo añadir a la recordación florida de mis lecturas de adolescencia, los poemas extensos la “Ilíada” de Homero; el difícil poema anónimo del Cid Campeador; “El Salmo de la Pluma”, con letras hebreas, de Rubén Darío; y, un poco después, en la post-adolescencia, “Hojas de Hierba” de Walt Whitman; y “Tierra Baldía” de T.S. Eliot. No hay que olvidar el extenso poema “Adiós a Honduras” de Juan Ramón Molina, del cual Froylán Turcios solamente incluyó una tercera parte en la compilación “Tierras, Mares y Cielos”. (En mi caso personal, de los poetas arriba mencionados, y con el fin de evitar confusiones o tergiversaciones futuras, son inevitables las influencias de Rubén Darío y de T.S. Eliot).
No se ha escrito, todavía, una verdadera historia de la literatura hondureña, mucho menos una posible historia del pensamiento, en caso que lo haya. Para tal propósito es sugerible el ejemplo de los europeos modernos, quienes desembarazándose de los prejuicios heredados por la historiografía iluminista, se han sumergido a profundidad en los archivos y en la literatura medievales. En el caso de España es insoslayable la obra erudita de don Marcelino Menéndez Pelayo, y la de su discípulo don Ramón Menéndez Pidal, por solo mencionar dos nombres. Para una historia de tal naturaleza los historiadores del futuro deberán escudriñar los nombres de autores (buenos, malos, pésimos, regulares o excelentes) que sólo escribieron un poema, un cuento o un ensayo, en alguna hoja volante o en la página deshilachada de un periódico. Para que tal propósito subterráneo se haga realidad, es indispensable la sobrevivencia de los archivos y hemerotecas nacionales, en un país en donde las paredes del edificio de la Biblioteca Nacional se derrumban, sobre los libros, con cada aguacero que pasa. Y en donde se “extravían” colecciones completas de periódicos y revistas. De lo contrario habrá que “rebuscarse” en los archivos de países lejanos.