SEMANA SANTA ANTES Y AHORA

DE muy poco serviría en estos días abordar los problemas nacionales. Si hasta la mundana política que normalmente consume la atención de los fanáticos en las redes sociales, pasa a segundo plano. El público no esperó que iniciara oficialmente el asueto, ya días empacó maletas y se fue de vacaciones. Los burócratas –muchos de ellos que pasan fatigados simulando que trabajan– desde finales de la semana pasada se fueron a hacer turismo interno. De eso se trata ahora la estación. La empresa privada –más dedicada– cierra el miércoles; sin embargo, la ciudad capital ya está quedando vacía. El éxodo de veraneantes es masivo. A las playas, a los balnearios y a los centros de entretenimiento. La afición más volando que corriendo se encaramó sus calzonetas y bikinis para lucir en las procesiones. Abastecida de suficiente bloqueador para no quemarse en la asoleada del Santo Entierro.
Poco importa que la gasolina, de despedida a los viajeros, haya subido un lempira el galón: Ese pequeño percance a nadie detiene. Hasta donde ajusten los ahorros. Y si lo economizado no alcanza, para eso llevan la baraja de tarjetas de crédito, a tapar hoyos destapando otros. Bueno, los que todavía tienen acceso a ellas después de aquellas reformas que sacó del mercado a cientos de cuentahabientes que ahora, si ocupan pedir fiado –como en los bancos no es a cualquiera que le prestan sin garantías– les toca ir donde los agiotistas y pagar intereses de usura. Nada que ver las vacaciones de ahora con lo que antes era la temporada de Semana Santa. Sana época de reflexión y recogimiento espiritual. En otros tiempos la semana consagrada al redentor era dedicada a conmemorar la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. No era puente de holganza sino un feriado sagrado. Ni de fiestas ni de parrandas. Hasta los pateros hacían extraordinario esfuerzo para no ingerir en esos días empeñados en no irrespetar al Señor. Los Viernes Santos, sacrilegio comer carne de res, solo pescado. Los turistas que de la metrópoli visitaban pueblos para recrearse en los pintorescos cuadros vivos y las celebraciones en honor al Cristo de Nazaret, cargaban sus canastas con pan y latas de sardina. Pan tostado durante la cuaresma en analogía al “cuerpo de Cristo” en la Eucaristía. A nadie tenían que rogar para que fuera a misa. Eso sí, los cines abarrotados con estrenos tales como “Los 10 Mandamientos”, “Ben Hur”, “La Pasión de Cristo”, “Espartaco”, “La Túnica Sagrada”, entre otras.
Aquello era la fe de antes. Hoy la sociedad se ha desarraigado. Pasa hipnotizada en la superficialidad. Absorta en sus aparatos inteligentes –más inteligentes que sus dueños– donde toda comunicación es urgente, por insustancial que sea. Como zombi, prendida a sus móviles, no aprendiendo, ni estudiando y menos trabajando, sino en insaciable frenesí de divagación. Hoy, la vida, es una imparable ansiedad por el entretenimiento. Y no es que no haya necesidad de la fe. Al contrario. Es cuando más se ocupa de Dios. Para conseguir unidad en tanta división. Para que corazones llenos de odio puedan encontrar amor. Para que espíritus malvados sientan compasión. Hoy es cuando la Semana Santa debería dedicarse a lo que es.