¡Ese no es tu padre!; no llores por él

Por: Juan Ramón Martínez.

En el barrio todo se sabía. Pueblo pequeño, infierno grande. Era un secreto guardado a cal y canto que Francisca Varela engañaba a Porfirio Rodríguez con el “Chele” Izaguirre. Pero nadie lo repetía. Ni hacia comentario alguno. Porque Porfirio Rodríguez era el hombre más querido por todos: callado como una tumba olvidada, nunca veía a nadie de frente; y solo respondía cuando alguien le decía buenos días. Entonces repetía, “se los dé Dios a usted, que se los debe”. En cambio Francisca Varela, que se había auto-nombrado como doña Francis, era, arrogante, chismosa, burlona y mal hablada. Y fea con f de fundillo, decían. Ni siquiera cuando salió embarazada y tuvo una hija que para enredar las cosas, salió con mucho más clara, que el resto de los hijos que tenía con Porfirio, bajo la cabeza. -Tengo una abuela española que vino de Barcelona, siguiendo al Santo Manuel Subirana”, decía, innecesariamente, porque  nadie le creía. Cosa que, por lo demás, le importaba muy poco. Cuando la niña creció, a la que Porfirio Rodríguez, le puso Marianela Rodríguez por la novela homónima de Pérez Galdós, se convirtió en el cariño mayor para un padre envejecido. En las tertulias con nosotros, en las que hablábamos de todo, especialmente de literatura y de política, Porfirio Rodríguez -que era el más listo, e informado, de todos, que había estudiado literatura en Madrid; y dado clases de preceptiva literaria en el Mariano Prado, de Lima, Perú, cuando Vargas Llosa estudiaba allí, -era por sus conocimientos y su humildad, para todos nosotros, un grupo dispar que habíamos jurado que seriamos escritores, un verdadero “Sabio de Talanga” que nos había llegado de regalo desde el cielo para introducirnos en el conocimiento de la literatura estadounidense, que la mayoría, hasta entonces, rechazábamos por motivos políticos. A Juan Fernando Ávila le dijo que dejara de cantar y se dedicara a leer, observar y a escribir; a Ramón Amaya Amador lo convenció para que abandonara la poesía “porque no tenés ritmo”, “careces de capacidad de síntesis” y “no podes poetizar las palabras vulgares”, le dijo de frente. “Escribí cuentos y novelas”. A mí me pidió que dejara de inventar, que mejor le agregara poesía a los relatos de la gente, porque “la vida es superior a tu imaginación”, concluyo suavemente. Por ello, el día que murió, fue como hubiese dejado la tierra el padre de cada uno de los miembros del grupo que todos en la pequeña ciudad conocían como el “Grupo del Arrayan”.

El día que murió de un ataque cardíaco mientras dormía plácidamente, estuvimos juntos, llorosos, sin contar historias vulgares o chistes de ocasión, casi sin decir hola cómo estás, los siento mucho, – nada más- alrededor de su féretro de pino, tomando el café sin azúcar en una casa pobre que había perdido el único miembro adulto que la honraba. Fue un velorio de pueblo, recordó después Guillermo Cabrera Infante, el más joven del grupo: había café caliente, galletas y pan hecho en casa; pero faltaba lo más importante: no había conversación. Porque todos, estábamos obligados a mantenernos callados. No sabíamos que decir, ante la catástrofe que se nos había venido encima, volviéndonos a todos huérfanos grupales. En el silencio, total y sostenido, lo único que se oía, era el llanto constante y acordinado de Marianela Rodríguez. El poeta Fúnez, hombre de números, dijo que había llorado durante 11 horas y medio que duro el velatorio. Francisca Varela, la esposa de Porfirio Rodríguez, “El Sabio de Talanga”, en cambio, estuvo viendo el reloj de oro que le

había regalado su amante. Todos lo conocíamos. Trabajaba en el cinematógrafo. Era un joven casado y tenía, además otros hijos, mayores que Marianela. Y varias amantes porque era como decía Darío Meléndez, el “guapo” del barrio, un “conquistador irremediable”. El engaño de Francisca Varela en contra del “Sabio de Talanga” era público. Entonces nada era secreto en un pueblo pequeño, con su “infierno parcelado” había escrito en Futuro Juan Ramón Martínez. Todas las casas tenían las puertas abiertas. Nos conocíamos todos, hasta en los hechos más disimulados. De modo que la infidelidad, conocida, fue unánimemente rechazada -en silencio- por todos. Pero asumida como normal, en vista que la declarábamos inexistente. Nadie se refería a ella, ni en broma. Todos temíamos que el “Sabio de Talanga”, al saberlo sufriera profundamente. De modo que nunca lo supo. “Eso creen ustedes”, dijo una vez Nicho Romero. “Lo supo, seguro que sí”. Era demasiado talentoso para no entender lo obvio. Tenía experiencias y capacidad observadora. El que nunca diera la impresión de conocer la suerte que se le había venido encima, era parte de sus virtudes humanas. Más bien, en la medida en que Marianela creció y dejó de cargarla en sus brazos, siempre le acompañaba en La Librería Molina, -después que salía de clases en el Colegio Mejía- que tenía abierta al público el “Sabio de Talanga”, en la parte norte del Parque Morazán. Antes de ir a casa, se quedaba con su padre, viéndolo trabajar, ordenando y marcando libros.

Yo tuve la impresión que, desde entonces, en el silencio frente a la deshonra pública, respetábamos mucho más al “Sabio de Talanga”, el maestro Porfirio Rodríguez. Y que lo queríamos más que a nadie, porque nos sentíamos como si fuéramos, sus ofendidos hijos mayores. Jamás, ninguno se atrevió a contárselo. Sabíamos, además, que sufriría tanto que le satisfaría y llenaría de gusto y orgullo a Francisca Varela. Que no era querida por nosotros. Era quien nos había ofendido más, incluso que al propio Porfirio Rodríguez, nuestro padre, intelectualmente hablando.

El día y la noche del velatorio, reunidos, en un momento, cansados por el silencio, en la madrugada vacía, hablamos mecánicamente y sin concierto, de ella: “puta”, “mala mujer”, “ingrata fémina”, “desleal entre las desleales”, “desagradecida e indecente”, “mal hablada”, “haragana”, “tufosa de mierda” “gorda grasienta” “inútil para nada”, “que la parta un rayo”, “nunca entrará al reino de los cielos porque es tan gorda que no cabrá por la puerta de las agujas por donde sí pasan los sucios camellos”, “que se fría en los calderos del diablo”, “infiel por costumbre”, “pistera

indecente”, “incapaz de querer a nadie”, “cerda que solo le faltan las orejas”, “insaciable e incompetente sexualmente”, “ninfómana a quien Freud habría declarado histérica”, “amargada que se resiste a envejecer”, “ves cómo se le cae la papada”, “tiene los dientes deformados” “que no aguanta a las guapas que atraviesan el ángulo de su mirada mezquina”, “desagradecida”, “mal nacida”, “desgraciada que nunca mereció al Maestro”, “santo civil”, “hombre bueno”, “fiel y casto como una hogaza de pan”, decíamos, en forma desordenada y en voz baja, al cabo de cinco o seis tragos de wiski escoses, el licor del imperialismo que, todos queríamos tanto, pese al socialismo ruidoso que creíamos manejar. Y con cuyas luces creíamos llegar al poder  y hacer la revolución siguiendo a Castro y al Che Guevara.

Ella mientras tanto, sufría la indiferencia de todos. En una esquina, los que llegaban, de los barrios más alejados, hombres viejos que habían empezado a leer comprando los libros y revistas que el “Sabio de Talanga” había vendido alguna vez al crédito, dejaban flores silvestres junto al catafalco y, se acercaban a nosotros, para darnos el pésame. Abrazándonos uno por uno, sin excepción. “Nos robamos el velorio” como el cuento de Cortázar dijo Nery Gaitán que había estudiado en Argentina después que el “Sabio de Talanga” le hablara de la literatura gaucha y le contara de las contribuciones literarias de Jorge Luis Borges.

Ella, “la falsa viuda”, ignorada por todos; e incómoda por el llanto asordinado y constante que hacía honor al hombre indiferente ante su propia muerte, al que velábamos, se puso de pie de improviso. Se aliso la falda. Y se encamino hacia la hija. Le puso la mano encima. Esta, sorprendida por la inusual muestra de ternura, dejó de llorar. En el silencio todos oímos. “No llores, él no es tu padre, tonta”. Ella respondió con un brusco aumento de la fuerza de sus lamentos. El dolor ahora era doble.

Volviéndonos a ver, sin decir nada, nos pusimos de pie. Cerramos el féretro. Tomamos a Marianela Rodríguez por la espalda, protegiéndola como hermana nuestra, y en grupo nos movimos rumbo a la puerta de salida. Y llevamos en hombros hacia el cementerio, el cuerpo sereno y digno de Porfirio Rodríguez, el “Sabio de Talanga”. “Sobre la pechera blanca, la noche horizontal del corbatín” dijo en la iglesia, Jacobo Cárcamo. El pueblo nos siguió en silencio. Los discursos que pronunciamos, llenaron de gloria al hombre que su esposa quiso ofender, con la última venganza sobre la tierra. Lo defendimos con la verdad. Dijimos que éramos obra suya. Y que el llanto de Marianela Rodríguez, era el himno a la muerte inevitable de todos nosotros, dijo Lisandro Quesada. Que suscribíamos, ratificó en forma poco audible, con su hablar suave y de baja intensidad, Segisfredo Infante. Francisca Varela, se quedó sola, en la casa vacía, sorprendida, sin saber qué hacer. No tenía con quien hablar. Ni siquiera su amante la volvió a buscar. Nunca jamás. Dicen que terminó sola, hablando tonterías e incoherencias. Murió loca. Masturbándose, dijeron las malas lenguas. Que nunca faltan, cuando de desamor se trata.

 

Barcelona, Mayo 27 del 2014.