Por Segisfredo Infante
Comprendo que la educación es uno de los conceptos claves para dilucidar el asunto del desarrollo, del atraso o de la perversión de una sociedad. Pero cualquier educación es solamente uno de los factores dinámicos del fenómeno. Por eso cuando se habla de este tema trato de evitar las abstracciones vacías, y en consecuencia me hago a mí mismo las siguientes preguntas: ¿Qué tipología de profesor es la de aquel que está insertado, grupal y curricularmente, en el sistema educativo nacional? ¿Qué cosas específicas están enseñando a las nuevas generaciones? Y más concretamente: ¿Qué libros están leyendo los estudiantes de secundaria y de las universidades? En el remoto caso que estén leyendo algo serio.
Tengo comprendido que la mayoría de los jóvenes cuyas edades oscilan entre los veinticinco y los treinta y cinco años de edad, nunca ha leído un solo libro. Ellos han egresado de los colegios y de las universidades a punta de fotocopias y de infinidad de tareas bajadas de algunos sitios de Internet. De “Rincón del Vago”, por ejemplo. Si acaso se les pregunta si alguna vez han leído algunas páginas del “Quijote de la Mancha”, dibujan un gesto agrio en la boca; suben y bajan las clavículas; o mueven la cabeza negativamente. Por supuesto que frente a esta vaciedad espiritual exhiben una enorme responsabilidad los profesores de las asignaturas generales, principalmente de español, estudios sociales, historia de Honduras, sociología y quizás filosofía.
No me refiero a los estudiantes de ciertas carreras humanísticas, porque ellos sí han leído aunque sea seis o doce libros, a veces recargados ideológicamente. Esto significa que hay excepciones de la regla, incluso en las aludidas asignaturas generales. Pues a la par también hay profesores que han leído seis o doce libros para el consumo de sus vidas, en tanto que la mayoría jamás vuelve a leer un solo volumen que se salga de las exigencias programáticas de tal o cual carrera. Ellos se atienen a sus viejas fotocopias; a los apuntes de sus cuadernos amarillentos; a las informaciones ligeras que encuentran en Internet; o a los manualitos ideologizados que leyeron en sus años de adolescencia.
El problema es grave. Esa generación de jóvenes que jamás ha leído un solo libro voluminoso, o con alguna importancia extracurricular, ha pasado sumergida, sin embargo, en las mal llamadas “redes sociales”, que yo he bautizado como redes antisociales, en donde se han subalimentado de toda clase de medias verdades; difamaciones; calumnias; infundios; informaciones exageradas; o, por el contrario, minimizadas. Con toda una distorsión sistemática nacional e internacional de los hechos ocurridos en países como Honduras, en donde el Estado, el gobierno, el partido de gobierno y sus amigos, han sido confinados hacia un callejón sin aparente salida, en donde abunda la “ciénaga asquerosa” inventada por aquellos que manipulan desde los escondrijos tales redes antisociales. Con el agravante que hasta varios demócratas de tendencias “liberales”, “republicanas” o “socialcristianas”, caen en las trampas escondidas de los enemigos jurados del sistema.
Las autoridades del Ministerio de Educación, los rectores de las universidades, los padres de familia, otras autoridades del poder ejecutivo, más los congresistas desprejuiciados, devienen obligados a repensar el dilema de si acaso lo que desean es una generación de jóvenes envenenados hasta la médula del hueso, y sin ningún basamento espiritual; o una nueva generación auxiliada con instrumentos básicos para enriquecer el espíritu, frente a los desafíos políticos e ideológicos de la encrucijada actual.
No quisiera sugerir libros. Pero dadas las circunstancias sería oportuno preguntarse sobre la posibilidad que todos los niños de educación primaria leyeran aunque fuera dos veces por año “El Principito”, del escritor francés Antoine de Saint-Exupéry. Y a la par el corto poema “La Casita de Pablo” del hondureño Alfonso Guillén Zelaya, anexando la versión completa de su escrito “Lo Esencial”. No estaría mal que de vez en cuando se agregara la “Oración del Hondureño”, de Froylán Turcios. Tal probabilidad incluiría a los mismos profesores, quienes se verían en la imperiosa necesidad de leerlos, y tal vez de convertirse en mejores seres humanos, con visiones imparciales.
Para los estudiantes de nivel medio habría que sopesar algunas posibles biografías de personajes importantes del mundo, como Mahatma Gandhi, Winston Churchill y John F. Kennedy. Para el ámbito hondureño podríamos sugerir alguna biografía de José Cecilio del Valle. Es más, en todas las bibliotecas escolares de Honduras debiera existir un ejemplar de las “Memorias” de Froylán Turcios, que para tal fin el Estado debiera encargarse de su reedición. En cuanto a los jóvenes universitarios sólo debo sugerir, por ahora, que jamás se les recomiende leer “La venas abiertas de América Latina”, en tanto que es un libro recargado de distorsiones y exageraciones históricas. Mucho menos los pasquines de las primeras etapas del caricaturista Eduardo “Rius”. Pues ningún verdadero padre de familia desearía que sus hijos crecieran, maduraran y murieran con el alma envenenada.