Rusia 2018: todo debe cambiar

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Tengo en mi haber una réplica de un balón de futbol, de los que se usaron en el Mundial de Inglaterra en el 66. Fea la pelota, marca Umbro, de superficie color triste-amarronado, lo cierto es que no tienta a patearla ni a hacer malabares con ella, pero la conservo y cuido con recelo porque además de ser una reliquia, representa un testimonio mudo de lo que significó, no solo el fútbol como espectáculo, sino también que, en esa circunferencia del deleite, se puede apreciar el nivel tecnológico alcanzado en aquellos borrascosos años 60. Por cierto, ahora que los veo en la TV, los partidos de ese entonces parecen jugarse en cámara lenta, si los comparamos con la rapidez estratégica con la que se mueven los equipos hoy en día. Transmisiones rupestres, árbitros mal vestidos, ridículos uniformes, jugadores que aparentaban tener 60 años y periodistas vestidos a lo Humphrey Bogart -¡fumando en la cancha!-,  lo que demuestra que a la FIFA no se le había ocurrido la manera de volverse un emporio imperial para generar plata a raudales. Todo era simpleza.

Los mundiales de fútbol son las vitrinas de los tiempos: ahí podemos apreciar el nivel tecnológico alcanzado en la materialidad de los implementos, en lo desmesurado de la mercadotecnia, en la vacuidad de las estrellas –que ya no quedan muchas, por cierto-, y en lo astral de las transmisiones televisivas y del internet.

Y como todo va cambiando, es preciso redefinir el concepto de “lo futbolístico”. Este Mundial de Rusia, es portador de cambios sustanciales que nos dejan muchas lecciones desde el punto de vista sociológico y deportivo. Por ejemplo, que lo pequeño ya no es digno de desdén, ni lo grandioso es sinónimo de victoria arrolladora. Los resultados estrepitosos de Alemania, Argentina y España, así lo avalan. Algo cambió en la tecnología “blanda” que ha logrado desbaratar los viejos esquemas que habían sido exitosos hasta hace poco. En algún lugar, alguien puso en ejecución el esquema de defensa en bloques de hasta cinco líneas, y esperar agazapada y pacientemente -como el felino-, para lanzar los mortales ataques de contragolpe. Esa parece ser una de las causas de los desbarajustes en este Mundial.

Pero la evolución -deletérea- ha alcanzado a la misma prensa deportiva. Los periodistas de radio y TV se quedaron hablando sandeces y obsolescencias teóricas, apelando más bien a los engreimientos nacionalistas -como en el caso de los cronistas mexicanos- o pronosticando marcadores utilizando la lógica estocástica de David y Goliat, que ya no es más una lógica sino una fatuidad pasada de moda. Los datos de tiempos pretéritos ya no sirven para vaticinar resultados.

La otra falla es astrológica: fallan las predicciones. Los partidos se comportan como los fenómenos sociales; los resultados se producen por causas múltiples y circunstancias varias. Es dialéctica incomprensible de resultados inesperados que terminan por desconcertarnos. También cambian los fanatismos: las barras de gamberros han dado paso a las camorras en la red; “albicelestes” contra “lusitanos”, todos mostraron los dientes, hasta que los ídolos de barro fueron echados de la patria de Putin y Stalin. Ahí se acabaron las bravatas de cantinas, de Twitter y de Facebook.

El fútbol muta vertiginosamente, a la par que el nuevo orden mundial. Se trata de un proceso autodinámico del nunca acabar. Rusia 2018 nos muestra que los viejos sistemas ya no funcionan como antes, y que los tiempos de una profunda renovación no solo del fútbol, como de la mismísima sociedad, han llegado inexorablemente. Es como apelar a un VAR existencial para ver dónde estamos fallando y qué asuntos humanos debemos comenzar a corregir.