CUANDO ARREGLEN

LA paralización o el atraso de las actividades públicas, privadas, comerciales, productivas, educativas de salud y otras de naturaleza económica y social en un país acabado termina por empeorar la precaria situación que ya se sufre. Alguien va a pagar por todas esas pérdidas. Adivinaron, la generalidad del pueblo hondureño. A todos afectará de una o de otra manera. Bien en menos trabajo, en menos ingresos, en encarecimiento de lo básico o en escasez. Los relajos políticos después de la elección desaceleraron el modesto crecimiento económico. (Las mismas aves agoreras redujeron las expectativas; menores de lo que habían anticipado). De momento no se siente más que la incomodidad de la incomunicación, de no poder circular; la cruda realidad no pega del todo. Pero esa insensibilidad de ahora es como lo que produce la anestesia. Hasta que se extinguen los efectos viene el dolor. Como un gas tóxico que se esparce lentamente, que no se ve de momento, pero cuyas consecuencias, tarde o temprano, se padecen.

Similar a esos virus que se transmiten por el aire, que la víctima no percibe la afección hasta que está prendido en calentura, con los ojos hinchados, el dolor de cabeza y de todo el cuerpo, el malestar generalizado, en fin, los molestos síntomas de la enfermedad. Del alza de los pasajes –si fuera algo moderado– una medida impopular, los transportistas cambiaron la narrativa, dizque para que la lucha fuera del pueblo. Rebaja al precio de las gasolinas. ¿Quién no quisiera eso, como que bajen los demás impuestos, el de la Renta, el de Venta para comenzar? O preferible que el gobierno no cobre y que el maná caiga del cielo. Esos son los costos de meter los huevos en una sola canasta. Con medidas de presión encima no se puede equilibrar. Si no haya ninguna otra opción. De forma tal que una actividad estratégica del país dependa de un gremio en particular. No hay transporte público que ofrezca alternativa a los usuarios. Aquí no hay tranvías, ni trolebuses, ni ferris, ni ferrocarriles suburbanos, ni metros, ni nada que la autoridad municipal o el gobierno pueda ofrecer al pasajero. Una flotilla de buses que dé a los estudiantes y a las personas de la tercera edad tarifas subsidiadas. Una red ferroviaria de trenes de rápida velocidad que comunique sectores dentro de la ciudad o a varias ciudades. No hay que aspirar a mucho, aunque rodaran despacito, pero que transportaran. Durante todo este tiempo que ha funcionado el transporte particular que opera con licencias, con subsidios, con concesiones, inexplicable que no haya ningún sistema público de transporte.

Ningún país da en exclusiva ni los recursos ni las actividades estratégicas del Estado. Está bien que haya iniciativa empresarial. En este caso el transporte no es una actividad elitista. Es un negocio tanto en propiedad como en el derecho de explotación para millares de hondureños que honestamente se ganan la vida. Pero el Estado tiene que dar una alternativa. Es condición esencial de la competencia. Para que los precios sean justos y el servicio de mejor calidad. Cuando a la alcaldía del Distrito Central se le ocurrió echar a andar un sistema de metro bus con financiamiento del BID, la fracasada iniciativa quedó a medio palo. Aunque la hubieran concluido de nada hubiese servido. Ya que el montaje de la infraestructura y la adquisición de los vehículos rodantes, para rebajar costos y dar mejor servicio a los pasajeros –operado por la alcaldía– negociaron entregarlo a los mismos que manejan el transporte. (Nunca hubo explicación de lo que motivó esta transacción, ni a qué razones obedeció el giro de la intención original, como tampoco ha habido información al público sobre el avance del abandonado Trans 450, ni sobre el dinero botado). Ojalá cuando arreglen, que no sea solo lo de este impasse, sino lo que se debe arreglar. El sistema ocupa como opción el transporte público.