Austeridad personal

Por Segisfredo Infante

“Donde todos condenan, hay que examinar. Donde todos alaban, también hay que examinar”. Este pensamiento dialogal, producto del equilibrio reflexivo, se le adjudica al viejo maestro y estadista de la China milenaria, el señor Confucio. No se sabe con certeza si acaso fueron sus discípulos los autores de tales y cuales pensamientos; y de tales y cuales sentencias. O las pronunció el mismo Confucio, un funcionario reformista de origen noble, que al mismo tiempo era pobre, humilde y vagabundo, subsistiendo y predicando unos quinientos años antes de Jesucristo, en una época remota cargada de escándalos, decadencias y de peligroso fraccionamiento político y geográfico. Confucio, o «Kung Fu Tsé», vendría a ser como el antecesor desconocido de Sócrates, en el Lejano Oriente.

La cita profunda y sosegada, proveniente del verbo del antiguo moralista oriental, podría provocar alergias en nosotros los occidentales modernos e hipermodernos, tan acostumbrados al escándalo público semanal, que por regla general es exagerado, obtuso y a veces intrascendente. El mismo pensamiento de Confucio fue difamado, y tirado por los suelos, en la China Popular de los años sesentas del siglo próximo pasado, durante el reinado caótico y fanático de la famosa “gran revolución cultural proletaria”, que ejecutaron ciegamente, visceralmente, los jóvenes “guardias rojos”, regentados por el mariscal Limpiao y por la “Banda de los Cuatro”, quienes se llevaban de encuentro a casi todos los intelectuales moderados de su vasto país, y a casi todos aquellos burócratas que tenían opiniones diferentes de las suyas, acusándolos de cualquier cosa, porque así lo dictaba la moda estalinista, con los epítetos de “corruptos”, “escorias”, “traidores” y de “incursionistas” o “seguidores del camino capitalista”. Muchas personas honestas, o inocentes, fallecieron por linchamiento; o por causa del abandono sanitario derivado de la difamación y de la calumnia, como en el caso del viejo presidente Liu Shao-qi. Y otros fueron confinados y purgados varias veces como Den Xiao-ping, el gran reformador capitalista y socialista de la China Continental de los últimos treinta y cinco años, por decir algo. La imagen del presidente Liu Saho-qi fue rehabilitada públicamente varios años después de su triste y anónimo fallecimiento. (Esto lo ignoran muchos jóvenes actuales, políticos e impolíticos, que como hermosos avestruces pasan con sus cabezas metidas, día y noche, en las mal llamadas redes sociales, con escasos discernimientos propios).

Confucio profesaba algunos principios básicos, como “la buena conducta en la vida, el buen gobierno del Estado (caridad, justicia y respeto a la jerarquía), el cuidado de la tradición, el estudio y la meditación. Las máximas virtudes son: la tolerancia, la bondad, la benevolencia, el amor al prójimo y el respeto a los mayores y antepasados.” (…) “Una sociedad próspera sólo se conseguirá si se mantienen estas relaciones en plena armonía”.

(…) Recuperando, al mismo tiempo, “a los antiguos sabios de la cultura china para influir en las costumbres del pueblo.” Seguidamente, igual que Aristóteles y José Cecilio del Valle, el maestro Confucio sugería, con anticipación, que en la vida privada como en la pública, se debe caminar siempre por el sendero superior del «Justo Medio». Habría que indagar cuántos hondureños y centroamericanos metidos en el ajo de la política, de la ideología y del análisis de coyuntura, aplicamos la línea de juzgar los acontecimientos según la óptica del justo medio, aconsejada por los sabios antiguos y modernos. O cuántos, como ciegos autómatas, seguimos las modas impuestas desde afuera.

Al margen de los ruidos fingidamente puritanos y ensordecedores, cargados de odio, que resultan paradójicamente neoestalinistas en el alma de las burguesías y pequeñas burguesías actuales, que en muy poco contribuirán al adecentamiento real de la cosa pública, nosotros estamos en la obligación ética de inculcar a las nuevas generaciones políticas y tecnocráticas, unos comportamientos austeros y sinceros. El alto funcionario, como el empleado público intermedio o de base, deben despojarse gradualmente de toda práctica de ostentación y despilfarro. De lujos y de gastos innecesarios. Pero también deben despojarse de aquellas rigideces administrativas que paralizan el funcionamiento del Estado y del gobierno, sea centralizado o descentralizado. Los paralizadores de la cosa pública le hacen tanto daño a la población como aquellos pocos corruptos que se hacen millonarios, o archimillonarios, de la noche a la mañana. He conocido personajes que se niegan a firmar documentos claves por la simple posibilidad de una acusación de los inquisidores del futuro. Pero tales funcionarios y tales nuevos inquisidores, le imprimen un inmenso daño a la operatividad del Estado y del gobierno, y a todo el pueblo hondureño. En todo caso es harto recomendable la humildad; la ausencia de soberbia; la accesibilidad y el amor con los demás. Y, en esta línea de pensamiento, la austeridad personal y familiar en la vida pública y privada. De todos modos es poco o nada lo que arrastramos hacia el sepulcro; o hacia la otra vida, según la antigua cosmovisión judeo-cristiana occidental. Casi universal.